El triunfo del narrador
El filme huye de lo trascendental para poder inyectar con eficacia el virus de la emoción
"Era inútil quedarse allí quieto, soñando con lo que no se podía conseguir, y esa urgencia me agudizó el ingenio", escribió Daniel Defoe en 1719. Poco podía imaginarse el autor de Robinson Crusoe que, 300 años después, y en medio de una ola de películas de ciencia-ficción dominada por las altas pretensiones, por las explicaciones trascendentes sobre el ser y el estar, sobre dios y la nada, Ridley Scott iba a componer una película que, como su mítica novela, no era más que una gran historia de aventuras. Nada más y nada menos. Marte (The martian), basada en la novela de Andy Weir, autopublicada por primera vez en 2011, es el relato de supervivencia un hombre que, como Crusoe, vio que "era inútil quedarse allí quieto". No en una isla, sino en un planeta.
Marte (The martian)
Dirección: Ridley Scott.
Intérpretes: Matt Damon, Jessica Chastain, Jeff Daniels, Chiwetel Ejiofor, Michael Peña.
Género: aventuras. EE UU, 2015.
Duración: 144 minutos
Scott, que en los inicios de su carrera, en Blade runner, ya había aplicado los códigos de una cierta complejidad mesurada a una historia asentada en el clasicismo del noir, vuelve a adentrarse en los mecanismos del futuro con la mano firme en la bandera del entretenimiento. Igual que en Blade runner había una aspiración por convertirse en la contrafigura de la cosmogonía de 2001: una odisea del espacio, en Marte hay una clara idea de apartarse del camino de las explicaciones simbólicas, místicas y hasta metafísicas de películas recientes. De poner tierra de por medio con obras como Interstellar, e incluso de la búsqueda de sensaciones cinematográficas nuevas al estilo Gravity, para apostar por el camino de los padres de la literatura de aventuras y por el empirismo de la ciencia: hacia la supervivencia en un entorno inhóspito por la vía de un huerto creado con su propia mierda. Pura ciencia. Pura aventura.
Hay en Marte un desafío de tono que huye de lo trascendental para poder inyectar con eficacia el virus de la emoción. Y ahí el mejor ejemplo quizá sea la música discotequera que domina la banda sonora que escucha el náufrago y que, por tanto, suena en la película. Su ritmo, y su esencia desprejuiciada, es la que imprime el sello de diversión a una película contada por Scott con el rigor y el oficio de alguien que sabe que, a veces, es más importante ser un artesano, un cineasta, un narrador, que un aspirante a genio.
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