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Columna
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Por un saber discreto

Enrique Vila-Matas

Cuando murió Henry James, Ezra Pound dijo que había muerto el que sabía qué era la literatura. Exactamente dijo: “Había alguien en Londres que era la literatura para nosotros, estaba ahí, en algún lugar de la ciudad, y tenía todas las respuestas”.

Ricardo Piglia se pregunta en La forma inicial (Sexto Piso) a qué clase de saber se refería Pound y sugiere que podría ser un saber de la técnica, quizás un saber del estilo. Y cita esta frase de Pound: “La técnica es la prueba de la sinceridad del artista”. En cierto sentido, Pound está ahí hablando de un saber discreto, nunca dicho del todo, ligado a la perspectiva, al detalle, ligado a un modo de leer lo que escriben los demás sabiendo que se puede modificar.

Ese saber discreto tendrían que intentar enseñarlo en las escuelas de letras, pues éstas tienen capacidad potencial para enseñarnos tanto a leer como a modificar: no hay un solo texto redondo y, además, las relaciones humanas en realidad no se detienen en ningún lugar definitivo y por tanto no hay relatos que no puedan tener una vuelta de tuerca detrás de otra.

El placer de leer se asemeja al de modificar, sea nuestro o ajeno, lo que leemos

El placer de leer se asemeja al de modificar con discreción, sea nuestro o ajeno, lo que leemos. Me acuerdo de un compañero de curso que en el colegio fundó una revista literaria; pidió colaboraciones a los diez componentes de la exigua sección de letras y, cuando reunió los textos, los pasó él mismo a ciclostil, corrigiendo lo que no le gustaba de cada uno de los escritos recibidos. Cuando vimos la revista, todos protestamos furiosos al ver que nos había cambiado metáforas y hasta brillantes parrafadas. Su estupor ante las protestas no he podido olvidarlo; era evidente que le parecía legal lo que había hecho. Hoy le entiendo mejor, porque sé que nunca se propuso ser escritor, ni lo fue; lo que le atraía era inventar un modo de leer lo que escribían los otros, de leerlo y luego reescribirlo: un modo extraño de crear un estilo propio.

Ese compañero de curso parece tener un punto en común con José Bianco, revisor implacable de las colaboraciones que llegaban a la redacción de la mítica revista Sur, la publicación mensual de Victoria Ocampo y Borges. Como redactor jefe rechazaba escritos y otros los corregía, fiel a una práctica que tendía a ver los textos como si nunca estuvieran terminados y por tanto pudieran ser alterados.

Esta clase de lector, viene a decirnos el imprescindible Piglia, es el que lee los escritos ajenos como si fueran propios y pudieran siempre ser mejorados; no es un crítico en el sentido estricto, más bien il miglior fabbro (así llamó Eliot a Pound), es decir, el mejor forjador del hablar materno; “il miglior fabbro del parlar materno”, dice Dante en Purgatorio. Ese mejor hacedor es un experto conocedor de los artificios del arte. Todas nuestras escuelas de letras deberían crear, de vez en cuando, algún lector modesto y exquisito de ese tipo: alguien cómodo en la sombra, con una sabiduría discreta a lo Bianco, o a lo James; alguien a quien pudiéramos recurrir, porque tendría todas las respuestas.

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