Nos faltan 303
Julián Herbert desempolva en 'La casa del dolor ajeno' la matanza de chinos en el México revolucionario de 1911
No los mató Pancho Villa. No los mataron los Zetas. A los 303 chinos de Torreón los mató México. Los mató la Revolución mexicana. Los mató el Antiguo Régimen, derrocado por la Revolución mexicana. Los mató el Estado. Los mató el pueblo. Los mataron los ricos y los mataron los pobres. A los 303 chinos de Torreón los mató la Historia y la Historia los enterró.
La casa del dolor ajeno (Random), el nuevo libro de Julián Herbert (Acapulco, 1971), es la crónica de la masacre de chinos en Torreón en 1911, en los albores de la Revolución. Pero también es un ensayo sobre la violencia, el racismo, la impunidad y la manipulación en la historia de México. “Para mí este libro es un puente. Un arco oblicuo de 114 años”, dice el escritor en la cantina Tío Pepe, una reliquia de taberna situada en el Barrio Chino de la Ciudad de México, que recibe el nombre de Barrio pero apenas son dos cuadras y unos farolillos rojos.
Herbert, ante un tequila blanco: “Escribo esto porque es una historia de migrantes, de violencia extrema, porque es una historia de un montón de gente que termina en una fosa común y de la que un Estado crea una verdad histórica a su mejor parecer. Yo no estoy hablando de historia. Estoy haciendo un reportaje del México contemporáneo”. En virtud de entender la historia, además de sumirse en archivos, bebió de la mayor fuente conocida de información rodada, los taxis.
Página 35.
–¿Usted qué sabe de los chinos que mataron aquí? –le suelto a un taxista.
–Sí me la sé, cómo no. Hasta un cañonazo quedó en el casino, donde esos weyes se juntaban para fregar a mi general Villa. Es que eran dueños de todo, oiga. Eran los ricos, pues. Y mi general no se andaba con mamadas. Se los chingó por culeros.
La obra encuadra la sinofobia mexicana dentro de la regional-americana, empezando por el odio de los anglosajones a los chinos
Más allá de lo que dicten los taxistas, la versión canónica de la historiografía mexicana es que a los chinos los mató “el pueblo menesteroso” en medio del caos revolucionario, por robarles, por el puro placer de matarlos. El escritor sostiene que esa interpretación vela que detrás de la matanza hubo “un discurso racista de Estado” desde los tiempos del dictador Porfirio Díaz, y en el libro despliega los detalles de cómo la caza de chinos, del 13 al 15 de mayo, arrancó a manos de tropas leales al revolucionario Francisco I. Madero en la toma de Torreón, con participación estelar de una de las bestias más gloriosas de la Revolución, el Valiente entre los valientes, el capitán Benjamín Argumedo, aquel hombre, relata Herbert, “que defendió tiro por viaje la retaguardia de sus (por otra parte casi siempre derrotadas) facciones al grito de “¡El que cayó, cayó!”.
La obra encuadra la sinofobia mexicana dentro de la regional-americana, empezando por el odio de los anglosajones a los chinos desde que pisaron California. Los calificaron de “paganos irremisibles”, “erotómanos antinaturales”, “agentes voluntarios de Lucifer”. En 1882 en Estados Unidos se promulgó el Acta de Exclusión, que prohibía a los chinos internarse en su territorio durante los diez años siguientes. El hito inicial del sufrimiento chino en América fue el suicidio colectivo en 1854 en Panamá de 415 cantoneses explotados en la construcción de un tramo ferroviario: “Cuando los jefes de la empresa vinieron a hacerse cargo de la situación”, escribe Herbert, “no encontraron más que un bosque de ahorcados que se balanceaban prendidos de las ramas, como frutos podridos”. Strange Fruit, que diría Billie Holiday.
El autor cuenta que este es el libro que más horas de investigación le ha requerido y que para él fue más importante la tarea de estructurarlo, como un guión cinematográfico, que la escritura. Con todo, su poderoso estilo brilla constantemente a través del relato sobrio de los hechos; como cuando describe una fotografía del día del asalto a Torreón: “En un segundo plano al centro de la foto hay una bestia poshistórica: un ingeniero topógrafo cuya imagen, desvaída entre el paisaje y los aperos de su oficio, semeja un arácnido steampunk”.
El “pequeño genocidio” empezó el sábado 13 al anochecer en las huertas de las afueras de Torreón a la llegada de las tropas maderistas
El “pequeño genocidio”, como le llama Herbert, empezó el sábado 13 al anochecer en las huertas de las afueras de Torreón a la llegada de las tropas maderistas. “El cielo se nubló. Las tinieblas adquirieron una pátina difusa. Así empezó la matanza”, escribe. “Un arraigada tradición oral afirma que los chinos eran tan tontos que no sabían responder a las contraseñas militares: Viva el Supremo Gobierno frente a los porfiristas y Viva Madero frente a los alzados. A la pregunta “¿Quién vive?” contestaban “¡Di tú plimelo!”, respuesta cuyo descaro premiaban los contendientes con andanadas de máuser”. Una de las especies que se propagaron por años para excusar el pogrom fue que algunos chinos habían disparado contra los revolucionarios, o que habían apoyado al porfirismo. Ni una sóla prueba documental lo respalda. Los chinos fueron aniquilados a sangre fría, indefensos, desarmados. Primero en las huertas. Luego en el centro de la ciudad, donde tenían negocios. Primero los mataron los sublevados, luego cualquier civil que se animara a despojar bienes y a arrancar vidas extrañas. Los encueraron, los azotaron, los apuñalaron, “los descuartizaron atando sus extremidades a distintos caballos y saliendo a galope en direcciones opuestas”, los mutilaron, les abrieron la frente a balazos. La mayoría fueron enterrados en una fosa común en el perímetro exterior del cementerio, “puesto que no eran cristianos”.
La vivienda de un superviviente, el doctor Walter J. Lim, habría de convertirse un siglo más tarde en el Museo de la Revolución.
En otro de sus recorridos en taxi por la ciudad, Julián Herbert se subió al coche “exahusto”, pero por disciplina se decidió a hacerle la metódica pregunta al taxista. “¿Tú sabes quién mató a los chinos?”. Era un joven moreno que parecía “asustado”. “Creo distinguir en su mirada algo que he visto en muchos otros rostros y también en el espejo: la luz blanda, como de vidrio derretido, de los impenitentes fumadores de piedra”. El conductor respondió que no, “con un ligero movimiento de cabeza”. Al llegar a la puerta del hotel, le dio el cambio al novelista y, sin mirarlo, el chofer de Torreón que quizá consuma crack le brindó una hipótesis desde el filtro contemporáneo del narcoterror mexicano: “Han de haber sido los Zetas, ¿no? Esos weyes son los que matan a todos”.
Los Zetas o Francisco Villa. Una de dos.
Babelia
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