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CRÍTICA | TAXI TEHERÁN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Insumiso al volante

Película literalmente conducida por su director, que plantea una firme duda sobre el carácter documental o ficticio de lo que vemos

Jafar Panahi, al volante en su película.
Jafar Panahi, al volante en su película.

En Esto no es una película (2011), primer trabajo que realizó Jafar Panahi en arresto domiciliario, el cineasta bromeaba junto al documentalista Motjaba Mirtahmasb acerca del forzoso reciclaje profesional al que se verían obligados los directores de su país si la política cultural seguía por esos derroteros represivos. Respondiendo a todas esas reflexiones, Panahi se convierte en taxista en Taxi Teherán, su tercer trabajo de resistencia después de que el gobierno iraní le arrebatase la condición de director. Como Esto no es una película, Taxi Teherán es un descomunal juego de ingenio, algo que, a primera vista, parece desnudísimo para ir, poco a poco, revelándose como una intrincada y sibilina construcción.

TAXI TEHERÁN

Dirección: Jafar Panahi.

Intérpretes: Jafar Panahi y reparto no acreditado.

Género: comedia. Irán, 2015.

Duración: 82 minutos.

En Esto no es una película, Panahi interrumpía el relato oral del proyecto que el gobierno iraní abortó con una desesperanzada reflexión: “Si una película puede contarse, ¿qué sentido tendría hacerla?”. Acto seguido, utilizaba sendas secuencias de Crimson Gold (2003) y El círculo (2000) para formular una sintética teoría del cine: para él, la película no existe sin el cuerpo (del actor no profesional), ni el espacio (de la localización natural). El clímax era extraordinario: la aparición súbita de un recogedor de basuras sostenía un ejercicio de suspense en torno a una sociedad totalitaria como espacio infectado por la sospecha.

Todas estas estrategias sofisticadas se retoman en Taxi Teherán, película literalmente conducida por su director, que plantea una firme duda sobre el carácter documental o ficticio de lo que vemos, lanza certeros dardos al poder –la lectura de los protocolos censores por parte de la sobrina del cineasta-, flirtea con el concepto de la autorretrospectiva portátil –el cineasta se homenajea a sí mismo constantemente- y dibuja una panorámica del presente iraní como el espacio para una picaresca superviviente. Amordazado, Panahi no ha perdido ni el humor, ni la elocuencia.

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