Épica del lacrimal
'Oda a mi padre es' ambiciosa, espectacular y, en lo técnico, excelentemente ejecutada

Cuando, en el año 2002, Sex is Zero, tercer largometraje de JK Youn, fue celebrado como el American Pie (1999) coreano, mientras rompía tabúes de representación por el camino de la comedia lúbrica y escatológica, nada hacía prever el curioso porvenir de la carrera del cineasta. Los más de once millones de espectadores de Haeundae (2009), aparatosa película de catástrofes con tsunami, impulsaron, quizá de manera irreversible, la trayectoria de Youn en la dirección opuesta a la de la ligereza de sus comienzos. Buscando un referente análogo en el cine occidental, podría decirse, para entendernos, que su cine ha recorrido un camino parecido al de Robert Zemeckis, con cuyo Forrest Gump (1994) tiene Oda a mi padre, sexto largometraje del coreano, no pocos puntos en común.
En una directa evocación de la pluma que abría la cinta de Zemeckis, una mariposa blanca sobrevuela el mercado Gukje de Busan en un encadenado de planos virtuosos antes de presentar al personaje principal de este relato, un anciano que rememorará 60 años de historia coreana aguados por una blanda nostalgia, un buenismo de manual y un desaforado manejo de lo lacrimógeno. Un viaje a través de una memoria individual que se postula como memoria colectiva y que esquiva descaradamente toda confrontación política para levantar un redentor canto al sacrificio de la generación de los padres del cineasta.
ODA A MI PADRE
Dirección: JK Youn.
Intérpretes: Jeong-min Hwang, Yunjin Kim, Dal-su Oh, Jin-young Jung, Young-nam Jang, Stella Choe, Kim Seul-gi, Mi-ran Ra, Yunho Jung.
Género: drama.
Corea del Sur, 2014.
Duración: 126 minutos.
Youn maneja con seguridad su sentido épico de la espectacularidad en las escenas que muestran, al principio de este viaje al pasado como parque de atracciones para el reconocimiento y el llanto, la evacuación de Hungnam en plena Guerra de Corea. Será allí donde el protagonista formalice su promesa de entrega a la cohesión familiar: también es allí donde, entre figurantes que exasperan su dolor más allá de lo prudente, el espectador occidental intuye hasta qué punto será impúdico el manejo de lo emotivo. La película atraviesa, pues, la separación entre las dos Coreas, una posguerra marcada por la supervivencia, el éxodo migratorio a Alemania, la Guerra de Vietnam y, finalmente, la cadena de reencuentros mediáticos que propició la televisión coreana entre los supervivientes del conflicto de Corea que se vieron separados durante la conflagración.
Oda a mi padre es toda una lección práctica acerca de los peligros de lo que podríamos llamar una spielbergización de la historia muy mal entendida. Youn convierte las persecuciones de unos niños en plena intemperie de posguerra casi en un feliz recorrido a través de un parque temático miserabilista –algo parecido a lo que hizo Spielberg en la peor escena de la por lo demás excelente El imperio del sol (1987)-. También convierte a sus personajes en muñecos ridículos cuando les sitúa en plena gestión torpe de su educación afectiva y romántica.
Más allá de esa tendencia a la idealización, de su renuncia a considerar la memoria como territorio problemático, de su descaro a la hora de sobrevolar, disimulando como quien silba una tonadilla despreocupada, la historia totalitaria del país, Oda a mi padre acaba erigiéndose en un colosal monumento a la pornografía sentimental, ejemplificada en ese clímax de moqueos desbordados que agrede con saña a la capacidad de contención de los lacrimales del espectador. Eso sí, Oda a mi padre es una película ambiciosa, espectacular y, por lo menos en lo técnico, excelentemente ejecutada. En Corea del Sur vendió más de 14 millones de entradas deviniendo la segunda película más taquillera de esa cinematografía. Poderosa prueba de que, a menudo, es más rentable una bonita mentira que una película entendida, según decía Lars Von Trier, como una molesta piedrecita en el zapato.
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