Último acto mágico de Carmen Balcells
Un funeral de tono íntimo en su pueblo natal marca la despedida de la gran agente literaria
“Aún no lo creo; parecía que iba a ser eterna”, comenta en un susurro la escritora Carme Riera. El atributo cobra fuerza en la pequeña iglesia romana de una sola nave y ábside, impoluta y de sillares impecables, sin duda fruto de una restauración, pagada por la agente Carmen Balcells, cuyo féretro sencillo, color cerezo, hace juego con la sobriedad del recinto, reforzada por la poca luz que se cuela en la filiforme ventana. Es la iglesia de Sant Pere de Santa Fe de Segarra, su pueblo natal, que media hora antes de empezar la ceremonia está ya a rebosar con solo 150 personas, la mayoría familiares y amigos íntimos, como deseaban los suyos. Riera es casi una excepción de entre los representados por la agencia: con su discreción natural está Eduardo Mendoza (“Es sorprendente porque como hace más de 40 años que decía que estaba pachucha pero siempre la veías tan activa…”), o Manuel de Lope y el catedrático de Literatura Luis Izquierdo o la periodista Pepa Fernández. Pocos famosos más.
Pero es que los amigos íntimos de la superagente eran muchos porque sabía ganárselos. Tantos, que trabajadores de su hermano Joan, el heredero del patrimonio de la familia en el pueblo, son los que indican a los visitantes que aparquen los coches dentro de un patio entre silos metálicos tendidos en el suelo y fuerte olor a abono, en la entrada de la pedanía. En las estrechas y escasas calles donde se refugiaba Balcells (mantuvo siempre una habitación en la casa familiar de sus padres hasta que se construyó la suya al lado) no hay sitio para tanto vehículo de visita. “Aquí todo el año no hay abiertas más de cuatro casas, gente mayor; los jóvenes se marchan a vivir y trabajar a Cervera”, dice, resignado. “Y el coche lo necesitas para todo”, remacha: sí, no hay ni tiendas ni bares; casi nadie por las calles; sol que se deja sentir en estas tierras de secano que curten piel y carácter y que explican que surjan personajes como la propia superagente…
Los nueve bancos de la iglesia están, en cambio, repletos. Mosén Ribera es uno de los dos sacerdotes que oficia el acto, a punto después de que las dos hijas de Lluís Miguel, primogénito y único hijo de Carmen Balcells (“no podría ni querría compartir el amor hacia él con otro hijo y tampoco tenía más tiempo para otros”, dijo años después) hayan depositado unas rosas blancas en el féretro, que así serán su única ornamentación. Lluís Miguel, fotógrafo de profesión, no puede reprimir tomar una imagen del féretro así dispuesto con su móvil.
Mosén Ribera, que es de Santa Fe, tras preguntarse por qué le tenía tanta confianza Carmen, se remonta a hace unos ocho años, cuando en la misa de Navidad a la que asistió la corpulenta dama de acero, la intratable negociadora, lloró desconsolada durante toda la ceremonia: unas palabras que había dicho el cura la habían retrotraído a la infancia y a la niñez y desde entonces le adoptó como “uno de los suyos”, categoría de máximo lujo celestial como bien conocen la mayoría de sus escritores. Tanto que supo que el cura necesitaba un ordenador y le regaló uno hace cuatro años, “buenísimo”, que hace poco tiempo un rayo caído en su caza destrozó. “Irreparable”, le dijeron unos técnicos. Y así estuvo unos meses, “hasta ayer, en que se puso a funcionar solo”, aseguró el cura ante el murmullo de los feligreses.
“Es una tierra áspera, que da gentes a las que les cuesta expresar sus sentimientos, pero hay pocos pueblos en el fondo tan sentimentales como nosotros y ahí está Carmen para recordárnoslo”, dijo el capellán. El Ave María de Schubert en la voz del tenor Toni Comes, acompañado por el violonchelo de Lluís Heras, lo demostró de inmediato: desató alguna lágrima contenida de hacía rato; eso casi le ocurrió a Dionisio, el taxista chófer que estuvo media vida al servicio de Carmen con su “mamamóvil”, como lo bautizó ella y que cumplió todos sus periplos imposibles. La música prologó también las palabras de uno de los sobrinos favoritos de Carmen, Josep, hijo de Joan, hoy asesor de banca: “Fue la mayor de cuatro hermanos irrepetibles (ella, Joan, Ramon y Enric, éste ya fallecido), un pilar fundamental de la familia y una fuente de experiencias inolvidables”, resumió. Y hasta algunos asistentes sintieron envidia por no haberlas escuchado.
En procesión a pie, los más íntimos acompañaron a la familia hasta el minúsculo cementerio del pueblo, como se hacía antes. Un Padrenuestro ante el nicho en la pared encalada, nada más. Ella en el de encima de su marido, Lluís Palomares. Como durante todo el acto en la iglesia, Lluís Miguel, sereno, siguió oficiando, atento a todo detalle, dando indicaciones y controlando, pura herencia genética materna, observando dónde se colocaban la decena de coronas, entre ellas las de los Reyes, los grupos Planeta y Anaya, las de sus amigos del diario EL PAÍS, las del equipo de la Agencia Balcells (todos allí presentes), los vecinos del pueblo o la de la escritora Nélida Piñón, la mujer que quizá más le influyó en su vida.
“En casa hemos preparado un pequeño refrigerio; ¿nos acompañáis?”, ofreció con voz estentórea. Y en el otro lado del pueblo, en una casa que recibía a los asistentes con la placa Domus Optima, hubo comida y bebida para ellos, sentados alrededor de una decena de mesas, entre fotos de ella, de García Márquez, caballos-balancín antiguos de madera, muebles modernistas, colecciones de cámaras fotográficas antiguas… “Ésta es de las primeras que me regaló”, indicaba el hijo, anfitrión de una pieza de nuevo, fingiendo o sufriendo en silencio si acaso, como hacia su madre… Eso sí, todos los muebles protegidos con tela blanca, dando al luminoso y gigantesco salón-comedor un aire como si fuera un espacio de Macondo… Todo tal y como lo hubiera hecho ella: con la perfección y la belleza de lo sobrio. Y en el halo mágico de un sitio así, mosén Ribera recordando lo del ordenador electrocutado por el rayo que arrancó solo de nuevo. Si la mágica Carmen Balcells no estuviera de por medio y más en su funeral, alguien podría decir que en vez de algo sobrenatural se había producido un milagro.
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