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universos paralelos
Columna
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Las autopsias de Gore Vidal

Las pequeñas o grandes incoherencias nos hacen sentir superiores al personaje biografiado

Diego A. Manrique
El escritor Gore Vidal, en su casa de Ravello (Italia) en febrero de 1995.
El escritor Gore Vidal, en su casa de Ravello (Italia) en febrero de 1995.chema conesa

Como cada verano, me he permitido largas zambullidas en United States, monumental recopilación de ensayos de Gore Vidal publicados entre 1952 y 1992. 1.300 páginas que muestran la mente de su autor en toda su gloria autodidacta, egocéntrica, peleona. Un ejemplo: “Who makes the movies?”, una respuesta a la teoría de los directores auteursque defiende la primacía de los guionistas.

En realidad, una excusa para colocarse en el centro de la pista —él mismo fue guionista en Hollywood— y narrar su Gran Anécdota. Preparando Ben-Hur, argumentó que la animosidad entre el judío y el romano Messala derivaba de la negativa del primero a reanudar una antigua relación amorosa. El director (William Wyler) aceptó ese subtexto, aunque nunca informaron a Charlton Heston.

Como ensayista, Gore usaba sus vivencias personales para vertebrar sus rotundos dictámenes políticos y literarios. Resulta aconsejable releer esos textos a la luz de dos libros recientes que desgranan intimidades de Vidal: Sympathy for the devil, de Michael Mershaw, e In bed with Gore Vidal, de Tim Teeman. Dudo que Vidal hubiera pillado los guiños a los Stones y Madonna en los títulos: carecía de interés por la cultura pop.

Pero no podría poner objeciones al recuento de intimidades: era su arma favorita, en conversaciones o en artículos. Incluso cuando defendía a amigos como el dramaturgo Tennessee Williams, no se privaba de detallar sus momentos más embarazosos. Para muchos, este destape actual es otra variedad del “porno biográfico”, que alimenta nuestra pulsión de empequeñecer a los gigantes. Ambos libros tienen su coartada: actualizan y enriquecen la pacata semblanza que Fred Kaplan publicó en 1998, Gore Vidal: a biography.

Se confirma que Gore no era agradable en las distancias cortas, sobre todo cuando se convirtió en un alcohólico belicoso y faltón. Qué paradoja: aseguraba que una de las razones para instalarse en Italia era su cultura del vino. Sin embargo, al final sumaba vodka y whisky a su consumo diario de vino. Era uno de esos alcohólicos inmunes a las resacas, aunque Teeman le presenta bebiendo de una garrafa de vino… que contenía aceite de oliva.

El principal atractivo de Roma era la abundancia de guapos chaperos baratos, a los que siguió frecuentando incluso tras el asesinato de Pasolini; hay más misterio respecto a sus estancias en Bangkok o a su renuencia a posicionarse en la lucha contra el sida. Puede que nunca renunciara a volver a probar a presentarse a unas elecciones, una prueba imposible en tiempos tan homófobos como los que vivió.

A pesar de su agudeza como comentarista político (con tendencia a los pronunciamientos apocalípticos) y su especialización en la novela histórica, no era un gran profeta. Consideraba que Obama no tenía las claves para manejarse en Washington y se mofaba de sus intentos de introducir una sanidad pública universal. Sin embargo, cuando enfermó su compañero de toda la vida, Howard Austen, ambos retornaron a California para beneficiarse precisamente del ObamaCare. Pequeñas o grandes incoherencias que, hoy, nos hacen sentir superiores al biografiado.

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