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El hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Viejas amistades

La pérdida va más allá de la tristeza y se convierte en una pequeña culpa, una forma de traición

Marcos Ordóñez

Pasa con un libro, una película, una función grabada, una música, pasa con tantas cosas: el pasado no deja de moverse. Pero cómo pudo gustarme eso, te dices. El repentino golpe de tristeza, el fastidio de volver a algo que te enamoró hace mucho tiempo, cuarenta años atrás, y descubrir, ay, que no, que ya no monta. Siguen tensos los mimbres, el turbión de grandes ideas, la libertad imaginativa, la gozosa mezcla de tonos y géneros, pero el ritmo se cae, hay pasajes pomposos, redundantes, y la cosa tiene ahora el aire de un sueño mal soñado, y quizás esa cualidad onírica sea la que debió cebar unos cuantos anzuelos, porque extrañamente te vuelven escenas, estribillos intactos y frases completas antes de que se formen en la página o los actores las pronuncien.

Seguro que fuiste lejos para ver aquella obra o aquella película y que ahorraste para comprar aquel libro, pero de repente no sabes dónde ni cuándo, no atrapas aquel momento que creíste supremo, no recuerdas a qué iba unido, y eso incrementa la sensación de irrealidad.

Muta también el puñetero sentimiento, la pérdida va más allá de la tristeza y se convierte en una pequeña culpa, una forma de traición: tienes una mirada crítica más afinada, pero las gafas de la experiencia te han despellejado aquel placer ingenuo, los colores de aquella fulguración. Claro que te sirve todo lo aprendido en esos años, aunque cualquier enseñanza tiene su precio: volver atrás ha sido un asunto personal, como releer uno de tus primeros textos y comprobar que se cae a cachos.

O como tomar un café con aquel compañero de juventud y descubrir de golpe que lo que más te gustaba de él te parecen manías irritantes, pequeñas imposturas, y que ya tenéis poco que deciros. Pero no te atrevas a renegar de eso, porque fue cierta aquella fraternidad de jabatos y aquel entusiasmo: habrías ido al quinto pino por él como por aquel libro, aquella función, aquella película, una mano hubiera dado por todos. Y cuando dices un compañero ya sabes que estás diciendo un espejo, una parte antigua y lejana de ti mismo: así eras entonces. Y así sigues siendo, y yendo al quinto pino, con gafas a veces claras y a veces borrosas.

¿Mejor no volver a bañarte de nuevo en el mismo río, como sentencia el abuelo? Tampoco hay que exagerar: eso eliminaría también los reencuentros espléndidos, las viejas amistades que de pronto vuelven a relumbrar, los libros, funciones, películas de hace cuarenta años que siguen sin una arruga, con la risa intacta y la lágrima fresca, como sigue bailando aquella bendita música al compás de la madrugada. Está bien, piensas, está bien que el pasado no deje de danzar.

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