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PATIO DE COLUMNAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Farmacia

Trabajé unos cuantos años en el hospital. En la farmacia más precisamente. Allí no entraban los enfermos. La enfermedad, el dolor y a veces la muerte eran cosas de otros pasillos, de pabellones lejanos de los que sólo nos llegaban los ecos cuando entraban las enfermeras con su ambo blanco y sus zuecos de goma a buscar las medicinas.

Cuando empecé a trabajar allí a los medicamentos les decía “remedios” y los farmacéuticos me corregían con el ceño fruncido. Remedios era cosa de yuyos, de curanderos. Nosotros manipulábamos medicamentos, mejunjes hechos con largas fórmulas, preparados en un laboratorio y no en el cuenco grasiento de una bruja.

Me gustaba sobre todo después de las dos de la tarde, cuando la mayoría se marchaba: el silencio sobre las mesadas de mármol; los rayos del sol que entraban por los tragaluces y pegaban en los antiguos frascos color caramelo, con etiquetas en latín; el botellón de agua de alibour… lo abría, me quedaba oliendo un rato el sutil alcanforado. Agua de alibour, repetía en voz alta, como si fuera el poema más corto y hermoso del mundo.

Conmigo trabajaba Bernardita, una señora que había pasado casi toda su vida trabajando en ese mismo hospital: en la limpieza, en la cocina, y desde hacía unos años en la farmacia, separando las dosis de pastillas que necesitaba cada paciente, cortando los blíster con la tijera, o contando pequeñas grajeas que luego metía en sobrecitos de papel. Trabajando en el hospital había enviudado, con varios hijos chicos, y allí en el hospital había vuelto a enamorarse y se había casado con el encargado de la morgue, un hombre simpático y que siempre estaba de buen humor.

Una de las hijas de Bernardita también había enviudado muy joven, también con varios hijos como su madre. El esposo se había metido en una secta y cuando le pidieron en sacrificio a su única hija mujer, se había pegado un tiro antes que entregar a la niña. Pobre mi hijo, decía siempre Bernardita, pobre mi hijo, y se le nublaban los ojos como si todavía lo viera, la cabeza rota, la herida como una flor abierta.

Cuando llovía traía tortas fritas envueltas en un repasador muy blanco, muy limpio. Unos días antes de jubilarse me regaló un anillo de plata y una planta que no sé cómo se llama, pero cura los dolores de la panza.

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