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‘Memoria’ (4): ‘Paseando abejas’

Javier Olivares, guionista de series como 'Isabel' continúa su relato. Hoy, el protagonista echa la vista atrás a algunos hechos del siglo XX

Ilustración de Eduardo Estrada.
Ilustración de Eduardo Estrada.

Mi infancia son recuerdos de un patio de Cuenca, la casa de mis abuelos, donde pasé tantos años. Cuando llegábamos en tren, siempre nos esperaba mi abuelo. A 20 metros de distancia, siempre estaba su gato, Rayo. Era grande, gordo y negro como la noche. Nunca entendí por qué le pusieron ese nombre.

En verano me llevaban a la era, a trillar. Luego, con los chavales del barrio, jugaba al fútbol, al bote, al pañuelo o al rescate. Mis amigos me enseñaron que en verano, si había tormenta mejor mojarse que protegerse debajo de un árbol. También me enseñaron a pasear abejas. Primero las cazaban con una caja de cerillas vacía. Luego, hacían un nudo con un hilo, abrían un poco la cajita y, cuando las abejas asomaban -no sé dónde-, las enlazaban y las dejaban salir. Era como poner la correa a un perro. Las abejas volaban un metro por encima de nuestras cabezas atadas al hilo que nosotros agarrábamos con la mano. Seis niños paseando cada uno su abeja. Si García Lorca lo hubiera visto, habría escrito un poema.

Mis abuelos hablaban lo justo, pero nunca tanto silencio dio más cariño. No solo yo les quería. Todos los vecinos les trataban con especial admiración. Una cosa me llamó la atención: el pasado no existía en aquella casa con corral, patio y membrillos. Nadie hablaba allí de él.

Tenían una vieja televisión en casa. Solo se encendía cuando echaban el telediario. Un día dieron la noticia de que el hombre había llegado a la Luna.

–Mentira, dijo mi abuelo delante del televisor.

Mi abuelo bajó a su madre muerta en burro desde la montaña cuando era un niño. Hizo el servicio militar en África. Después vino la Guerra Civil. Montó en barco. En camión. Vio aviones bombardeando sobre su cabeza. Demasiado para una sola vida. No se le podía pedir que su cabeza admitiera una novedad más en forma de cohete.

En aquella Semana Santa del 77, un presidente, que decidió que lo que era normal en la calle lo debía ser en la política, legalizó el PCE. Oímos la noticia en la radio. Ante mi sorpresa, mis abuelos se miraron y sonrieron. Luego me llevaron a la alacena y de un tarro de cerámica sacaron dos carnés del PCE al corriente de pago. Esos dos ancianos apacibles y queridos eran unos clandestinos.

Fui el primero en saber de un secreto que debió seguir siéndolo. Cuando un vecino lo supo, convenció a mi abuelo de que era un truco para que los comunistas escondidos salieran a la luz y detenerlos. Mi abuelo había pasado tantos años en la cárcel en la posguerra que solo con oír la palabra algo se le fracturó dentro. Rompió los carnés. Décadas de ilusión destrozadas por una tijera. No sé por qué he tardado tanto tiempo en descubrir que no hay peor ladrón que quien te roba la memoria. Porque la memoria no es solo una sucesión de hechos personales o históricos. Es la suma de nuestras emociones. Y si nos las quitan, dejamos de ser personas y pasamos a ser solo un número de alguna estadística. Nos convertimos en seres desterrados de nosotros mismos.

Volví a mirar la orla. A mis compañeros y a mí mismo con apenas 16 años en 1976. Y me pregunto si mi generación no vive toda en el destierro. Sin salir de su hogar, pero alejada de sus ilusiones y sus sueños. Somos como un tango: la historia de lo que pudo ser y no fue.

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