El castillo de Rochafrida y la famosa cueva de Montesinos
El viajero se desvía por un camino de tierra en cuya intersección con la carretera un cartel indica la dirección del monumento
Dejo a don Quijote y Sancho lamentándose de su condición miedosa —humana, al fin y a la postre—, corridos al descubrir el origen del ruido que los aterrorizó en la noche y que no era otro que el de las palas de unos batanes molineros al golpear el agua que las movía, y por la carretera que lleva a Ossa de Montiel, que ya es provincia de Albacete, subo, imitando a Azorín, hacia uno de los lugares más emblemáticos de la mayor novela de la historia: la famosa cueva de Montesinos, en la que don Quijote durmió durante tres días mientras afuera pasaba sólo una hora. Lo cuenta Cervantes en el capítulo XXIII de la segunda parte del libro:
—¿Cuánto ha que bajé? —preguntó don Quijote. —Poco más de una hora —respondió Sancho. —Eso no puede ser —replicó don Quijote—, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y a amanecer tres veces; así que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.
El campo de Montiel
Aunque su patronímico fue el de La Mancha, la patria chica de don Quijote fue propiamente el campo de Montiel, pues en él vivía según Cervantes insiste al narrar sus salidas de la aldea. Así que los montieleños se arrogan el privilegio de su paisanaje, incluso Villanueva de los Infantes, la capital del histórico territorio con permiso del diminuto Montiel, presume abiertamente de ser el lugar de La Mancha del que Cervantes no quiso acordarse para disgusto de Argamasilla de Alba y de los restantes pueblos (Alcázar de San Juan, Esquivias…) que también pretenden lo mismo.
Ondulado y más pobre que La Mancha, el campo de Montiel, que se extiende por el sureste de la provincia de Ciudad Real y por el extremo oeste de la de Albacete, protagoniza, en cualquier caso, muchas de sus correrías.
Antes de llegar, no obstante, me desvío por un camino de tierra en cuya intersección con la carretera un cartel indica la dirección del castillo de Rochafrida. Se trata de la fortaleza, hoy ya un montón de ruinas, de construcción musulmana conquistada por los cristianos tras la batalla de las Navas de Tolosa y abandonada en el siglo XIV, pero cuya memoria poética permanece en el imaginario español gracias a la literatura. El Romance de Rochafrida, que habla de los amores de la princesa Rosaflorida con el conde Montesinos (“En Castilla está un castillo/ que se llama Rocafrida;/ al castillo llaman Roca/ y a la fonte llaman Frida…”) le inspiró a Cervantes, según parece, el encantamiento de Durandarte y Belerda que don Quijote le cuenta a Sancho al salir de la cueva de Montesinos, entre otras muchas maravillas. Encantamiento que no es de extrañar habida cuenta de la vegetación y la paz que envuelve tanto la fonte frida del nombre, que continúa manando al pie de la fortaleza, como a ésta, erguida a pesar de su ruina entre la arboleda que el sol dora suavemente en este atardecer de primavera largo como su propia historia.
A la cueva de Montesinos llego ya al anochecer. Como la caseta de información está cerrada y no hay nadie a quien preguntar, tardo en encontrar la sima, que está a cien metros de aquella, escondida entre las encinas carrascas que cubren toda la vista hasta donde el horizonte del campo de Montiel se extiende; un campo ondulado y pardo y dorado también en algunos puntos por los últimos rayos del sol, que aquí ya se ha puesto hace rato. Aún así, alcanzo a ver claramente “la boca espaciosa y ancha, pero llena de cambroneras y cabrahigos, de zarzas y malezas, tan espesas y intrincadas, que de todo en todo la encubren”, que don Quijote y Sancho Panza avistaron tras varias horas de camino y a la que el hidalgo no dudó en bajar atado con una soga a pesar de las advertencias de su escudero. Yo ni siquiera tengo esa duda. La cueva está cerrada con una reja que impide acceder a ella, lo que, dada la hora y mi claustrofobia, agradezco, aunque no tenga a quien hacerlo. Estoy solo en el lugar, sin nadie posiblemente en varios kilómetros a la redonda. Animado por esa soledad o atacado de un brote de quijotismo (después de tres días siguiendo su caminar quizá ya empiece a desvariar también), busco el capítulo correspondiente de la novela y me pongo a leer en voz alta, para los pájaros y las perdices que de cuando en cuando pasan entre las sombras de las encinas cerca de mí: “Y en diciendo esto se acercó a la sima, vio no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas, y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y excusara de encerrarse en lugar semejante…”.
—¿Esta es la cueva de Montesinos?
El hombre, vestido de cicloturista, está parado a mi lado. No le había oído llegar. Y me ha escuchado leer en voz alta solo, lo que hace que me mire con recelo. No debe de estar muy cuerdo, debe de pensar de mí.
—Sí— le respondo.
—¿Y aquí qué pasó? —me pregunta él, acercándose a mirar la cueva— ¿Algo de la guerra?
—No. Aquí estuvo don Quijote.
—¡¿Don Quijote?!— exclama el cicloturista con extrañeza antes de seguir camino, ya en medio de la oscuridad ¿No sería el mago Merlín, que ha salido de la sima al escucharme?, pienso mientras busco el coche.
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