La última bacanal del siglo XX
Tras la disco music había creatividad sonora, subversión sexual y democracia en movimiento. El periodista Peter Shapiro ha reconstruido esa historia
Esta es la historia de un arrebato colectivo: millones de personas se lanzaban regularmente por un tobogán de sexo, drogas y baile. Cada fin de semana, durante la segunda mitad de los años sesenta, se hacían realidad espejismos de la década anterior: el amor libre, la reunión de las tribus. Pero, más que el hippismo, el modelo a imitar era la gloriosa promiscuidad del mundo gay. De principio, los heterosexuales comenzaron por apropiarse de su combustible sonoro: la disco music.
En contra del mito, no eran simplemente productos de laboratorio, de elaboración industrial. Hubo mucho de eso, cierto, pero Peter Shapiro, obsesivo periodista británico, se ha empeñado en rastrear la pista de los innovadores, identificar a los catalizadores, buscar las conexiones. Hablamos de una música genuinamente internacional: aunque estadounidense de origen, generó ricas variedades alemanas, francesas o italianas. Fue más mestiza que cualquiera de sus predecesoras: en su génesis y en sus sucesivas redefiniciones participaron negros, blancos, hispanos y, desde luego, europeos.
Hay épica en esta historia de la disco music. Shapiro retrocede a la II Guerra Mundial, para recoger la leyenda de los swing kids alemanes y los zazous franceses, que desafiaban la vigilancia del Tercer Reich y se juntaban para disfrutar del prohibido jazz.
Nueva York agonizaba en una crisis económica que anunciaba un apocalipsis urbano. Se bailaba al borde del precipicio
En posguerra, prosperaron los lugares donde se bailaba con discos. Pero el concepto de discothèque evolucionó decisivamente en Nueva York, entre finales de los años sesenta y principios de los setenta. Hubo un impulso tecnológico: la popularización de las mesas de mezcla y los platos de velocidad variable, que facilitaban enlazar discos; los potentes equipos de amplificación y la ambientación lumínica fueron herencia de los conciertos de rock.
Con todo, la principal novedad era la presencia de un público ansioso de bailar, integrado inicialmente por gais que huían de los guetos homosexuales (antros de mafiosos, como el Stonewall Inn, escenario de los simbólicos disturbios de 1969). Para satisfacer a estos bailarines hedonistas, brotó la figura del pinchadiscos audaz, que ofrecía selecciones insólitas a la vez que asumía la necesidad de satisfacer las expectativas primarias: el desfogue y, eventualmente, el ligue.
Obviamente, todas las culturas han generado y usado músicas para bailar. La aportación de visionarios como Tom Moulton o Walter Gibbon consistió en reconstruir grabaciones de funk y soul para alargarlas y aumentar su eficacia en las pistas de baile; primero lo hicieron con cintas caseras, cortando y pegando, y más adelante, ya por encargo de las discográficas, a partir de los másteres. Moulton también descubrió el soporte de los maxis, vinilos de 12 pulgadas que permitían una pasmosa dinámica.
Naturalmente, se exageró la defunción de la disco music. Volvió, eso sí, al underground, antes incluso de que el pánico al sida cerrara locales a mansalva
Se creaba así un fértil feedback entre consumidores, pinchadiscos, productores y músicos. La disco music vivió una asombrosa etapa de esplendor, facilitado por la citada porosidad entre la subcultura gay y el gran público. Compartían estimulantes: la cocaína llegaba por toneladas desde Colombia. Por si había dudas respecto a la consigna de carpe diem, la ciudad de Nueva York agonizaba en una crisis económica que anunciaba un cercano apocalipsis urbano. Se bailaba al borde del precipicio.
¿Qué hacer entonces? Exacto, lo que están pensando. Gracias a los anticonceptivos, se trataba de la primera generación que rompió la cadena que unía sexo y reproducción. No había certidumbres políticas: evaporadas las utopías contraculturales, quedaba el cinismo generado por el Watergate y Vietnam. El descreimiento era general. ¡Tantas paradojas! Aquella orgía era amenizada por rotundas voces surgidas de las iglesias. Voces no siempre flexibles: de Donna Summer a Sister Sledge, muchas se quejaron por las situaciones indecentes, los turbios sentimientos que debían escenificar.
Según los moralistas, la era de la disco music acabó con la presidencia de Ronald Reagan y, de forma definitiva, con el conocimiento universal del sida, que liquidó la era del sexo casual. Peter Shapiro recuerda que antes ya se había manifestado una agria reacción, pilotada por fundamentalistas del rock que disimulaban mal su homofobia y un racismo primario. En junio de 1979, se anunció en Chicago un partido de béisbol que incluía en el intermedio un Disco Demolition Derby: la destrucción ritual de vinilos de disco music aportados por los espectadores. Salieron demasiados demonios juntos: el público se desmadró y destrozó el campo.
Hay épica en esta historia de la disco music. Shapiro retrocede a la II Guerra Mundial, para recoger la leyenda de los swing kids alemanes y los zazous franceses
A distancia, se intuye un consenso paranoico: la disco music combinaba apellidos raros (¿Moroder? ¿Cerrone? ¿Bellotte?) y pieles tostadas. Su praxis estaba demasiado sexualizada, marcada por el modo de vida gay. A partir del verano de 1979, los medios estadounidenses se enfriaron respecto a las discotecas. El mercado discográfico, saturado de lanzamientos, se contrajo. El Studio 54 neoyorquino cerró en febrero de 1980, con una fiesta bautizada “El fin de la moderna Gomorra”. Ironía y desafío: los dos propietarios marchaban a cumplir una condena de cárcel, por evasión de impuestos.
Naturalmente, se exageró la defunción de la disco music. Volvió, eso sí, al underground, antes incluso de que el pánico al sida cerrara locales a mansalva. Pero ya residía en Nueva York la que sería máxima diva del pop de final de siglo: Madonna, chica disco entonces y ahora. Y en Europa no hubo ninguna glaciación: ajena a las dudas estadounidenses sobre la masculinidad nacional, siguió chapoteando en la disco music. Ahí están los frutos: el triunfal Random Access Memory, de los franceses Daft Punk, editado en 2013, ofrece una rutilante síntesis de todo lo bailado en los años febriles.
Un aviso final: La historia secreta del disco merecía una edición más cuidada. Han desaparecido la discografía, la bibliografía, el índice y las (escasas) fotos. Shapiro es un escritor florido y descriptivo: la traducción resulta increíblemente farragosa y, con frecuencia, el lector debe hacer el ejercicio de intentar imaginar el original en inglés, para deducir el sentido. Es recomendable leerlo pausadamente y con una playlist ecléctica al alcance, por ejemplo, ESTA.
La historia secreta del disco. Sexualidad e integración racial en la pista de baile. Peter Shapiro. Traducción de Agostina Marchi. Caja Negra Editores, Buenos Aires, 2014. 412 páginas. 25 euros
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