Fortuna
Había pasado poco más de un año, dos tal vez, desde el mediodía en que mi padre volvió del bar trayendo la noticia: el Carlos Carranza se había ganado el gordo de navidad, un entero él solo, una cifra inalcanzable para cualquiera de nosotros. En el bar habían festejado como si los nuevos ricos fuéramos todos. Mi mamá, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, sin alharaca, sin estruendo, le dijo: mañana vas y te anotás en obras sanitarias, acordate que mañana renuncia. Y fue así: el Carlos era rico y mi padre tuvo un trabajo fijo.
Pero poco más de un año después, dos tal vez, el Carlos estaba camino a pobre de nuevo. Él, la Beatriz y los tantos hijos que tenían, uno cada año como frutas de estación.
Antes de ganar la lotería, el Carlos y su familia vivían en una casa muy pobre, construida en los fondos de la casa de los suegros. Además de su trabajo en obras sanitarias, el Carlos tenía galgos de carrera. Los perros, decía mi madre, comían mejor que los hijos. Pero cuando se supo un hombre millonario, el Carlos cambió los galgos por los caballos purasangre; la liebre mecánica por las pistas del hipódromo. También cambió la casita precaria por el sueño de la casa propia, qué casa: una mansión, eso iba a construir el Carlos, la casa más hermosa del pueblo.
Compró tierras en las afueras, del otro lado de las vías donde terminaba la barriada pobre y empezaba el campo. De este lado nos quedamos nosotros, mirando hacia la verde colina donde levantaría su casa, entre contentos y envidiosos. Una habitación para cada hijo y más habitaciones para todos los hijos que vinieran. El Carlos y la Beatriz eran jóvenes y parecía que el dinero no se acabaría nunca.
Pero duró poco más de un año, dos tal vez, la buena vida de los Carranza. Las patas de los caballos se lo llevaron todo. La mansión quedó sin terminar.
Fuimos un día con mi madre a visitar a la Beatriz que nos guió por las habitaciones enormes, de paredes sin revocar, de techos altísimos sin cielo raso. En algunas partes habían llegado a hacer el piso de cemento, pero en otras era todavía de tierra. Allí los galgos, desbancados por los caballos, olvidados por su dueño, gordos, llenos de pulgas, cavaban pozos y se echaban a dormir adentro.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.