Los dioses apagados de la melancolía
El Museo Nacional de Escultura acoge una exposición sobre un mal que los griegos identificaban como bilis negra
Felipe II fue el rey en cuyo imperio nunca se ponía el sol. También era dueño de una gran leyenda negra que el tiempo matizó en lo que pudo. Taciturno y de aspecto severo, en 1568 se describió su rostro como “bello y agradable” y su humor de “melancólico”. Nació en el palacio de Pimentel, en Valladolid, a pocos metros del palacio de Villena, sede del Museo Nacional de Escultura. Una placa en Pimentel avisa del suceso. Un cuadro colgado estos días en Villena lo representa entre sus “aflicciones sombrías”. Es el Retrato de Felipe II, de Antonio Moro, y el monarca aparece “vestido de negro, impenetrable tras la etiqueta borgoñona, perseguido por el fantasma de la demencia familiar”. Para ser el rey de las tierras en las que nunca se ponía el sol, a Felipe II, misántropo y enclaustrado en palacios, el sol no le daba mucho.
El monarca Felipe II es uno de los protagonistas de la exposición
El monarca es uno de los protagonistas de una exposición, Tiempos de melancolía —patrocinada por La Caixa— que recrea este estado a través de obras de arte, textos y tratados médicos con los que curar la “bilis negra”. Una enfermedad detectada en la Grecia antigua por médicos que creyeron ver en el cuerpo humano “un efluvio oscuro que cuando ataca al organismo produce trastornos físicos y anímicos; silbido en el oído izquierdo, turbiedad de la sangre, insomnio, epilepsia, delirios extravagantes, abatimiento y obsesión por la muerte”, tal y como se cuenta en la muestra. De esos años de Felipe II también se exhibe la Entrada de los españoles en Amberes, de Franz Hogenberg: la explosión de ira de las tropas cuando dejaron de cobrar la soldada y lo pagaron con los 7.000 ciudadanos de Amberes a los que dieron muerte en medio del saqueo. Del mismo artista se contempla uno de los episodios más melancólicos del imperio español: la Armada Invencible, el principio del fin.
Signo de genialidad
Para los griegos el mal melancólico puede ser un signo de genialidad: Aristóteles llegó a decir que todos los grandes hombres son melancólicos y que no serlo es señal de mediocridad. En Valladolid (hasta el 12 de octubre) se advierte: “Aunque la bilis negra carezca de toda existencia material, la melancolía sobrevive durante dos milenios como una enfermedad misteriosa y, tras atravesar fronteras y siglos, llega al Renacimiento. Entonces, esa “nada que duele” vive su Edad de Oro y se reviste de sentidos nuevos y más ambiciosos: se asocia al planeta Saturno y, sobre todo, se afirma como la fuente de la oscuridad y el genio”.
Precisamente Saturno es uno de los protagonistas de la exposición. El cuadro de Rubens Saturno devorando a su hijo sirve para explicar el impacto que el planeta más lento tiene sobre los melancólicos. La pintura muestra al dios arrancando la carne de uno de sus hijos de una dentellada. Ataca por miedo, mata por la cobardía de pensar que alguno de ellos amenazará su poder. Hay tres estrellas brillando detrás de él en el fondo oscuro: es el planeta. Se trata de la descripción que había hecho Galileo de Saturno, incapaz de percibir con la tecnología de la época que los brillos de alrededor no eran de dos estrellas sino su anillo.
Aristóteles decía que los grandes hombres son melancólicos y que no serlo es señal de mediocridad
Varios libros del siglo XVII sobre la melancolía se encuentran expuestos. Son Examen de ingenios para las ciencias, en su apartado sobre melancólicos, de Juan Huarte de San Juan; Libro de la Melancolía, de Andrés Velázquez; y Sobre la Melancolía, de Alonso de Santa Cruz. Su publicación obedece al interés que este mal tuvo en Europa desde el siglo XVI y su influencia en el arte y el pensamiento. En el libro de Santa Cruz se recogen casos de melancólicos como el de un hombre que creía tener el cuerpo de vidrio y vivió temeroso de romperse en pedazos. Lo llevó a la literatura Cervantes en sus Novelas Ejemplares como El licenciado Vidriera. También, como el Quijote, pierde la razón y termina recuperándola.
La concepción de la melancolía como enfermedad que abordar con tratamiento clínico tiene en la versión del Dioscórides griego de Andrés Laguna su mejor ejemplo. Se explica que la mayoría de médicos recomendaban infusiones de eléboro, pues “limpiaba el cerebro de brumas, aunque causaba en el enfermo alboroto y pesadumbre”. En cualquier caso, para un mal tan poético, la ciencia consideraba que había que atacarlo del mismo modo: con música. La exposición cuenta con el tratado musical de Kircher en que se explica que el sonido influía favorablemente sobre la bilis negra siempre que la armonía fuese la correcta. Se añade que los instrumentos de cuerda, “cargados de significados cósmicos y místicos”, eran los adecuados para la introspección.
La religión, los bufones y las calaveras expresan la melancolía
La religión, los bufones, las calaveras (la necrofilia, las tinieblas) y hasta los bodegones expresan la melancolía. Santa Teresa de Jesús no se anda con chiquitas con los melancólicos: “No hay otro remedio para él si no es sujetarlo por todas las vías y maneras que pudieren. Si no bastaren palabras, sean castigos; si no bastaren pequeños, sean grandes; si no bastare un mes de tenerlos encarcelados; sean cuatro: que no pueden hacer mayor bien a su alma”. Se quejaba la santa de que a la propia voluntad y libertad se le llamase melancolía. Se desconoce qué diría uno de los protagonistas de la exposición, Alberto Durero, autor de Melancolía I, uno de los grabados más famosos del Renacimiento: su obra más misteriosa. Con ella también está en Valladolid Autorretrato, enfermo, en la que el artista se representa desnudo delante del doctor tratando de señalarle su dolencia (el bazo, de donde se segrega la bilis negra). Durero era melancólico y lo llevaba a gala. De verdad, no como aquel locutor de televisión cuando narró la agresión de unos ultras al coche de su cadena: “Vimos llegar a un grupo de melancólicos que comenzó a apedrear las lunas de nuestro coche”. Si algo enseña Valladolid es que la melancolía nunca es nostalgia.
Babelia
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