‘El share y la separata’ (1): ‘Cuanto peor, mejor’
Eduardo Ladrón de Guevara, guionista de 'Cuéntame cómo pasó', inicia su relato de verano
En estos tiempos que corren, si eres guionista supongo que sabrás que estás metido en un lío de tres pares de narices. Quiero decir que, aunque tengas rachas de buena suerte, te espera un futuro como para echarse a llorar porque, para que lo sepas, este es un oficio de putas por mucho que las escuelas que han proliferado últimamente, y que se anuncian hasta en las marquesinas de las paradas de cualquier autobús, aseguren que escribir guiones es un trabajo emocionante y creativo, y del que uno puede vivir mejor que un político corrupto.
Lo cierto es que empiezo a ser un veterano en este circo a pesar de no llevar dentro ni cuatro años, pero ya he tenido tres fracasos consecutivos. Uno detrás de otro: ¡uno, dos y tres! Esto de haber escrito series malísimas tiene la gran ventaja de que, al no haberlas visto ni Dios, nadie las recuerda. Bueno, pues yo, a pesar de ser uno de esos advenedizos que solo han tenido fracasos, no me desanimo. Si me quedo sin trabajo ya me saldrá algo para ir tirando: he hecho de taxista, de repartidor de publicidad, camarero en patines, portero de discoteca, vendedor de seguros a domicilio y animador con tanga negro en las despedidas de soltera.
Como decía, ser considerado un guionista calamitoso me la sopla, mejor dicho, me siento orgulloso de no haber dado ni una vez en el clavo. Cuanto peor, mejor, y estoy seguro de que, si sigo así, con el tiempo podré llegar a convertirme en el responsable de programas de ficción de alguna cadena. ¿Por qué no? Esa es mi ilusión, tener un despacho propio, recibir proyectos, analizarlos, darles degollina, sugerir cambios obligatorios y hacer informes, señalando que a un proyecto de faltan puntos de giro o que adolece de tensión dramática. Pero hasta que ese día llegue, si es que llega alguna vez, seguiré con lo mío, es decir, ideando tramas y escribiendo diálogos que, sistemáticamente, serán modificados, o enriquecidos, según se mire, por el director de turno, un actor o una actriz o, si se tercia, hasta por el cocinero del cáterin que, como le oigo decir, también tiene derecho a opinar. Así ha sido desde el nacimiento del teatro griego, pongamos por caso, y así seguirá siendo.
Ahora mismo estoy sentado a mi mesa, frente al ordenador, analizando los datos de audiencia de ayer, que son para echarse a llorar. Con un share del 9 por ciento, es decir, millón y medio raspado de telespectadores, las posibilidades de que la cadena renueve la serie que escribo son de cero. Me veo otra vez en la calle, enviando currículos que nadie leerá o conectando en LinkedIn con parados de medio mundo para lamernos las heridas mutuamente unos a otros. De todos modos, lo único que me preocupa en ese instante es la reacción del gran actor de la serie, la estrella que, en cuanto en entere de que no hemos llegado ni a los dos millones va a armarla. Se va a organizar la de Dios es Cristo.
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