Atticus Finch da una lección de historia
La deriva racista del personaje de ‘Matar a un ruiseñor’ en la secuela de Harper Lee admite paralelismos con el devenir del sur de EE UU
Ve y pon un centinela podría tomarse por la versión de aprendiz de la novela clásica de 1960 de Harper Lee Matar a un ruiseñor, pero, en cierto sentido, el primer libro parece más avanzado que el célebre clásico. Ofrece una sutil y sorprendente exploración de la política racial de la época, y no solo por los comentarios racistas de Atticus Finch, uno de los personajes más queridos de la literatura estadounidense. La obra recién publicada es una fuente más reveladora que la célebre novela de Lee si se contempla como una guía sobre la complejidad de la política sureña, y sobre la transición política de los blancos de la región entre el Partido Demócrata y el Republicano, cambio que transformó la vida política estadounidense en el último medio siglo.
¿Cómo es posible que el imparcial Atticus Finch de Matar a un ruiseñor se haya convertido en el racista amargado retratado en Ve y pon un centinela?
No es solo el cambio de punto de vista de una hija. La historia política sureña está llena de figuras que han evolucionado de manera similar. Uno de los mejores ejemplos es Strom Thurmond, senador por Carolina del Sur durante muchos años. Thurmond era un demócrata partidario del New Deal en los 30, cuando fue legislador estatal. Siendo gobernador, pidió al FBI que investigase un linchamiento ocurrido en su Estado. En 1948 se situó a la cabeza de una campaña de protesta por las políticas sobre derechos civiles de los partidos nacionales. Y, en los cincuenta, Thurmond encabezó la muy generalizada resistencia de los sureños blancos frente a la igualdad racial y, él solo, consiguió obstaculizar durante 24 horas la Ley de Derechos Civiles de 1957.
En Ve y pon un centinela, Lee demuestra que conoce a fondo las sutilezas políticas que no llegan a mencionarse en Matar a un ruiseñor
En Ve y pon un centinela, Lee demuestra que conoce a fondo las sutilezas políticas que no llegan a mencionarse en Matar a un ruiseñor. En esta novela, Atticus defiende a Tom Robinson porque es lo que dicta la decencia. Pero es en la nueva novela donde descubrimos un motivo oculto, compartido por los segregacionistas políticamente astutos de las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta. Si los funcionarios sureños blancos no se ocupaban a escala local de que se hiciese justicia en los crímenes en los que había afroamericanos implicados, el Gobierno federal o la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color, por sus siglas en inglés) se encargaban de ello.
El libro de Lee recién publicado está ambientado a mediados de los cincuenta. En él, descubrimos, por ejemplo, que Atticus votó al republicano Eisenhower, acto aparentemente herético en el unánimemente demócrata Sur, pero que se volvió cada vez más habitual con el paso de los años.
Al ser preguntado cómo alguien que se autodefine como “demócrata jeffersoniano” ha podido votar al republicano Eisenhower, Atticus le suplica fríamente a su hija que “vuelva a la escuela”. Defiende la “plena ciudadanía” como un “privilegio que hay que ganarse” y reafirma su derecho a vivir sin injerencias gubernamentales y a “encargarse de sus propios asuntos en una economía donde impera el ‘vive y deja vivir”.
El jeffersonismo vinculaba la postura política de los sureños blancos con la fundación del país y servía de puente entre los sureños blancos desencantados con el Partido Demócrata nacional y los conservadores del Oeste y el Medio Oeste que buscaban aliados en su intento de empujar al Partido Republicano más a la derecha.
A finales de los cincuenta, la estrella de esa facción ideológica era Barry Goldwater, senador por Arizona. Él y Thurmond forjaron una estrecha amistad política como halcones de la guerra fría y juntos emprendieron una cruzada antisindicatos. El archivo político de Thurmond contiene un recuerdo que habría reconfortado a Atticus Finch: un retrato firmado de Barry Goldwater, con una inscripción que dice: “Al senador Strom Thurmond, cuya adhesión a los principios jeffersonianos respeto y admiro”. Incluso en los comentarios más racistas que hace Atticus en Ve y pon un centinela, hay paralelismos con la vida real, así como interesantes lecturas acerca del modo en que los conservadores, no solo los sureños reaccionarios, entendían los cambios raciales que se estaban produciendo. En un pasaje de la novela, Atticus le dice a su hija: “Cariño, parece que no entiendes que los negros de por aquí siguen como pueblo en la infancia”. En la frase resuena el eco de un editorial de 1957 publicado en National Review, en pleno debate del Congreso sobre la Ley de Derechos Civiles. La revista se preguntaba si los sureños blancos podrían tomar medidas para mantener el control político en unas comunidades predominantemente negras: “La aleccionadora respuesta es que sí: la comunidad blanca tiene derecho a ello porque, por ahora, es la raza avanzada”.
En el libro descubrimos que Atticus votó al republicano Eisenhower, acto aparentemente herético en el unánimemente demócrata Sur
El Atticus Finch de Matar a un ruiseñor siempre fue un personaje abrumado. En 1960, cuando se publicó la novela, el Sur acababa de poner fin a una década de reacciones feroces. ¿Dónde estaban los sureños blancos decentes, se preguntaba mucha gente, capaces de dirigir la región en esos tiempos de crisis? Atticus Finch, estoico y con conciencia cívica, dio esperanza a los estadounidenses. Pero el precio de ese consuelo fue dar respuestas fáciles a problemas complejos. Independientemente de sus fallos como obra de ficción, ampliamente afeados por la crítica, Ve y pon un centinela aporta a Atticus Finch una complejidad moral y política que era muy necesaria.
Joseph Crespino es catedrático de Historia de Estados Unidos en Emory y autor de Strom Thurmond’s America.
© 2015 The New York Times. Traducción de News Clips.
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