La ferocidad de la risa
La incorrección política que tiñe una de las corrientes dominantes de la última comedia cuestiona los límites entre chiste y ofensa
“Uno se puede reír de todo, pero no con cualquiera”, señala el humorista gráfico Cabu, recordando las palabras de Pierre Desproges, en las páginas de Yo soy Charlie. Los dibujantes hablan, libro de entrevistas de Numa Sadoul que ha publicado en España Confluencias tras la tragedia de Charlie Hebdo. Considerado por algunos de sus detractores como un anarquista de derechas, Desproges (1939-1988) fue uno de los humoristas más controvertidos de la escena mediática francesa: su insidiosa manera de referirse al colaboracionismo como “la amistad franco-alemana” y un “medio de aprender una bonita lengua extranjera a precio de saldo” fue sólo uno de los extremos que acreditaron su firme compromiso con un sentido de la comedia entendido como agente provocador. Al mismo tiempo, la frase citada por Cabu deja clara una plena conciencia de los riesgos que entraña el humor incómodo: cuando uno rescata lenguajes de la ofensa para un efecto cómico tiene que medir quién le va a reír la gracia.
Cabu, junto a Charb y Wolinski, es uno de los tres dibujantes de prensa entrevistados por Sadoul que fueron asesinados el 7 de enero de 2015 en el ataque a la redacción de Charlie Hebdo. El libro, publicado en Francia en 2014 bajo el título de Dessinateurs de presse, nació como retrato y diagnóstico de un gremio profesional, pero el tiempo lo ha convertido en otra cosa: estremece leer, tras la tragedia, las voces de los tres artistas reflexionando sobre las consecuencias de la publicación de las caricaturas de Mahoma, la necesidad de preservar una libertad de expresión amenazada en tiempos de minorías sensibles y su ocasional convivencia con los cuerpos de seguridad que les protegieron cuando recrudecían las amenazas. Al mismo tiempo, Yo soy Charlie es un libro fundamental para entender las sutilezas y complejidades del gremio del humor gráfico en el país vecino y, también, para formarse una idea cabal de todo lo que está en juego cuando se desatan los cada vez más frecuentes debates sobre los límites del humor.
“Antes de nosotros estaban Rabelais, Voltaire y luego Daumier y los grandes caricaturistas. Pero no siempre se trataba de humor, sino de burla, impertinencia, falta de respeto. Todo eso está en el humor, pero en el humor hay algo más: una ética. Un humorista no es un cabrón, porque el humor implica lucidez sobre el momento y rechazo a la mentira. Y la mentira es religión. Un buen humorista siempre es ateo”, le contaba Wolinski a Sadoul. En el libro también hablan profesionales ajenos a la esfera de Charlie Hebdo, como el belga Kroll, que, en su intervención, habla de la arbitrariedad con que a veces se reparten acusaciones de racismo o antisemitismo, pero no deja de contemplar con reservas que se instituya una industria de lo políticamente incorrecto.
La polémica de las caricaturas de Mahoma, el ataque cibernético a Sony Pictures ante el estreno de The Interview –película que soliviantó a Corea del Norte- y, finalmente, el golpe integrista a Charlie Hebdo son tres hechos que confirman que humor gráfico y comedia se han convertido en profesiones de riesgo en tiempos de expansión integrista, guerra fría digital y multiplicación de minorías sensibles elevadas a grupos de presión. Si el humor, desde sus mismos orígenes, cumple con la función de desvelar la fragilidad de las ideas dominantes de cada época y de poner el dedo en la llaga de la hipocresía social y del potencial ridículo de los poderosos, la consolidación del clima de lo políticamente correcto como sensibilidad e ideología dominantes sólo podía traer consigo la respuesta del humor políticamente incorrecto como contra-discurso.
El debate que genera este modelo de comedia discurre sobre terrenos muy resbaladizos: con frecuencia, las dianas de ese humor son colectivos que han sufrido largas historias de discriminación y exclusión –la comunidad homosexual, la población afroamericana, la mujer bajo un sistema hetero-patriarcal-. Los dardos cómicos dirigidos al centro sensible de esas dianas suelen flirtear con registros conceptuales inquietantemente próximos a lo que un día fue el lenguaje de un poder opresor. Los profesionales de esa comicidad agresiva tienen, con todo, perfectamente argumentada su defensa: el objeto de sus chistes no es la vieja víctima en cuanto a tal, sino esa víctima transformada en guardiana de las esencias de un determinado agravio histórico y, por tanto, convertida en una nueva forma de poder, capaz de legislar sobre lo que puede ser dicho o no sobre un determinado tema.
Precisamente de expresiones ofensivas se nutre ese humor políticamente incorrecto que conforma una de las corrientes dominantes en la nueva comedia cinematográfica. Una reacción a la hegemonía de una cultura de la corrección política que no deja de expandir su red de nuevos tabúes. Giros homófobos, racistas, machistas o indiferentes al dolor individual y colectivo conforman el vocabulario de una agresiva estética que, en principio, funciona en una doble dirección: por un lado, sirve para delatar la carga de violencia larvada en todo prejuicio y lenguaje de la exclusión; por otro, es una respuesta frontal a ese nuevo puritanismo que intenta poner límites al humor. En ocasiones, es difícil detectar la línea que separa al humor políticamente incorrecto del cinismo –el caso South Park- y no es menos frecuente que un sonoro escándalo, como el provocado por The Interview, se apoye en un discurso de clara inmadurez política. No obstante, también hay lugar para la sutileza ideológica camuflada bajo la aparente brutalidad, como demostraron Chris Morris y Sacha Baron Cohen con sus respectivas Four Lions (2010) –comedia con yihadistas patosos que no dudaba en humanizar a sus protagonistas y en cuestionar el clima paranoico occidental- y Borat (2006) –todo un tratado sobre la gestión de la otredad en Estados Unidos-.
El próximo 31 de julio se estrenará Ted 2, secuela de la opera prima de Seth McFarlane coprotagonizada por Mark Wahlberg y un osito de peluche drogadicto, putero y deslenguado que suele usar la beligerante coletilla “¡gracias por el 11-S!” cada vez que se topa con alguien alejado del patrón caucásico. Han pasado 14 años desde que el cómico Gilbert Gottfried fuera abucheado por contar en público el primer chiste sobre el 11-S tan sólo tres meses después del atentado. Gottfried también transgredió toda prudencia cuando usó el tsunami japonés de marzo de 2011 para soltar una andanada de tuits provocadores, que le valió la cancelación de su contrato publicitario con la aseguradora Aflac Incorporated. El caso de Gottfried puso de manifiesto que, para que funcione esa famosa ecuación –la comedia es tragedia más tiempo-, conviene respetar unos periodos de cuarentena. Quizá eso es lo que justifique que, ahora, alguien como Seth McFarlane, que hace equilibrios sobre el momento justo en que lo inasumible pasa a ser aceptado, pueda introducir cuñas sobre el 11-S en una comedia mainstream. Su voluntad de pulsar los límites viene de lejos. En un famoso episodio de su serie Padre de familia, emitido poco después del décimo aniversario de la tragedia del World Trade Center, una trama de paradojas temporales colocaba a los personajes en el brete de evitar el 11-S: finalmente, para neutralizar tremendos futuros alternativos, votaban a favor de que sucediera. McFarlane, por cierto, tenía pasaje comprado en uno de los vuelos secuestrados: una resaca le impidió subir a tiempo al avión. Esa condición de potencial víctima por los pelos parece concederle una cierta inmunidad.
Entretanto, en nuestro país, Rey Gitano de Juanma Bajo Ulloa, comedia en la estela de la popular Airbag (1997), parte del tácito levantamiento de una prolongada cuarentena: la monarquía española ya no es el territorio vedado al humor que había sido desde la Transición. La abdicación de Juan Carlos I y la coronación de Felipe VI obligaron a cambiar sobre la marcha muchos detalles de este relato activado por la picaresca de un supuesto hijo ilegítimo de etnia gitana del anterior monarca. Por la película discurre con mayor vehemencia el humor escatológico –con, por ejemplo, una escena donde una infanta ingiere, en una cata de vinos, la orina de un desastrado personaje- que la verdadera voluntad de confrontación política. ¿Tendrá algo que decir al respecto la recién aprobada Ley Mordaza? Con motivo de la entrada en vigor de la ley, la revista satírica digital Orgullo y Satisfacción –creada por exdibujantes que se marcharon de El Jueves después de que su editorial censurase una portada sobre el relevo monárquico- convoca en su último número a los mismos autores –Manel Fontdevila y Guillermo Torres- que en 2007 fueron multados con 3.000 euros por una cubierta de El Jueves, protagonizada por los entonces príncipes, que el juez consideró injuriosa. El gesto de Orgullo y Satisfacción responde a la misma lógica profesional que lleva a los miembros de Charlie Hebdo a no atemperar su línea editorial: seguir perseverando para proteger un territorio común de libertad de expresión.
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