‘El síndrome’ (5): ‘El destino’
Helena Medina, guionista en series como 'El reencuentro', 'Sara', '23F: el día más difícil del Rey', 'Operación Jaque' y 'Niños robados' continúa esta semana su relato de verano
El hombre del teléfono le miraba con la sonrisa congelada, esperando una respuesta, y él lo contemplaba en silencio mientras una cascada de pensamientos desordenados le hacía cambiar constantemente de expresión: frunció el ceño ante la inoportunidad de ese hombre que prácticamente le exigía que completara un plan que ya había abandonado; resopló pensando que aún no había dado con la forma de hacerlo; finalmente sonrió ante la ocurrencia de que, si había acabado matando a la persona con quien solo quería echar un polvo, podía acabar echando un polvo con la persona a quien solo quería matar. Esa última idea le produjo una tremenda nausea: sintió como si se licuara y vomitó un líquido cuyo color le recordó el leve rastro que había dejado la sangre en el rellano de la escalera. Para estar pasajeramente muerto, pensó, el organismo actuaba con la virulencia propia de las cosas vivas.
El hombre se inclinó sobre él, alarmado. “Deje que le ayude. Soy médico”. Él pensó que se lo estaba sirviendo en bandeja: “Acompáñeme a los aseos, doctor, se lo ruego”. Al pasar frente a la puerta señalada como Emergency Exit le agarró la mano y lo arrastró hacia la escalera desierta. Curiosamente, el hombre se dejó llevar y unos segundos después él trataba de recrear con exactitud, en el mismo lugar, los movimientos que habían resultado en la muerte de la azafata y que ahora, con la misma facilidad sin duda, resultarían en la muerte del hombre del teléfono. De nuevo la ironía, la inutilidad de planear nada. Lamentó profundamente haber perdido tiempo buscando herramientas alternativas y se esforzó en recordar: a la azafata había empezado por taparle la boca para evitar que gritara. Pero ahora fue el otro quien le tapó la boca a él. Tras un instante de desconcierto, comprendió que los roles se habían invertido y tuvo la agilidad mental suficiente para adaptarse a ello: le dio un codazo en el estómago y se echó a correr. El hombre reaccionó instintivamente, lo volvió a agarrar; él trató de apartarlo tan torpemente que cayó hacia atrás, sintió la barandilla rozarle la espalda y en el segundo que transcurrió antes de precipitarse al vacío por el hueco de la escalera tuvo tiempo de entender que aceptar el cambio de roles había sido una pésima decisión.
El hombre del teléfono bajó precipitadamente las escaleras pensando en el grado supremo de imbecilidad de su víctima (¿cómo ha podido creer que soy médico, con este móvil de hace siete años que llevo y con mi dentadura carcelaria?) Y como es de suponer descubrió la habitación en desuso y actuó con lógica, aunque tardó unos segundos en recuperarse de la sorpresa que le produjo descubrir dentro otro cadáver, con uniforme de azafata. Tuvo que hacer malabares para colocar al suyo encima, boca abajo.
Cuando abandonó la escalera desierta no tuvo tiempo de ir a refrescarse porque escuchó una voz femenina anunciar el embarque de su vuelo, y se felicitó por haber calculado el tiempo de forma magistral. En la cola, con su tarjeta y su pasaporte en la mano, pensó una vez más en lo convenientes que le estaban resultando los no-lugares para saciar las pulsiones asesinas que fuera de ellos tenían como consecuencia insufribles penas de prisión. Al cruzar la puerta de embarque no pudo evitar girarse con aprensión y empalidecer al ver a varios guardias de seguridad dirigirse, con rostro tenso y preocupante premura, hacia la zona de los aseos para el personal. Pero no sonaron alarmas, no se suspendieron los vuelos y su avión despegó con total normalidad.
Babelia
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