Las luces de La Habana
A pesar de lo que se piensa, la luz es un bien escaso en Cuba. Al menos la luz eléctrica. A principios de los años noventa, había un hombre famoso por su oficio: arrastraba una carreta llena de bombillas fundidas por las calles de La Habana Vieja para venderlas a cincuenta centavos de peso. No le faltaban los clientes. En un periodo de escasez como el que se vivió en esa época, productos como aquel eran imprescindibles: la gente compraba las bombillas y luego, al llegar a su trabajo (una escuela, una clínica, un laboratorio médico), las cambiaba discretamente por una que sí funcionara, y se iba a casa con ella, habiendo pagado el tercio de lo que costaba en la tienda. La pobreza que ahí se vivía destapó no sólo el ingenio sino la creatividad culinaria. Así nacieron recetas como las milanesas de cáscara de naranja, y cuando las naranjas también escasearon, las de trapo o las pizzas con condones gratinados —el Estado los repartía—, en lugar de mozzarella; platillos que sin ninguna duda era mejor comerse sin tomarse la molestia de encender la bombilla. Los cubanos sorteaban así las dificultades de la vida cotidiana durante el bloqueo y, sobre todo, durante el famoso “periodo especial” que debía durar unos meses y terminó convirtiéndose en el status quo.
Lo que está por desaparecer siempre suscita nostalgia, al menos en quienes no lo han padecido. No es casual que este verano La Habana se haya convertido en uno de los destinos turísticos más solicitados del mundo. Todos quieren despedirse de esa Cuba estrafalaria y decadente, paupérrima pero pintoresca, antes de que las multinacionales se apoderen de ella y surja, como en todo los países del ex bloque socialista, una generación de nuevos ricos.
“Se apaga un municipio para que exista otro”, dice un poema de Antonio José Ponte, refiriéndose a los constantes cortes de electricidad en ese país. Ahora, no hace falta un apagón para saber que las luces de la isla —al menos tal y como la conocimos— se están extinguiendo para siempre. Mientras lo hacen, se encienden tímidamente las de una nueva Cuba, cuya apariencia por el momento no podemos ni siquiera imaginar. Me pregunto si, en ese nuevo escenario, el hombre de las bombillas fundidas no acabará siendo dueño de un consorcio de lámparas.
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