El filántropo invisible
Plácido Arango todo lo hace como si no estuviera presente; ayuda u orienta con la mirada
Una noche de hace años sonó cien veces el teléfono en el pasillo seguramente largo de su oficina. La llamada era el recado de una mujer ilustre que preparaba en Granada una exposición inolvidable (la de la Alhambra, organizada por el Metropolitan de Nueva York). Le ocurría a esta mujer lo que a tantos extranjeros perplejos por el desdén español, y lo que necesitaba era a alguien que desbloqueara esa puerta cerrada que tantas veces maneja el capricho de los burócratas.
La única posibilidad, en aquel tiempo sin móviles, que tenía de cursarse el recado (“¿quién me puede ayudar?”, “creo”, respondí, “que el único español capaz de ayudarte es Plácido Arango”) era llamar a esa oficina quizá desierta cuando ya nadie a esa hora trabajaba en Madrid ni en España. Pero después de cien pitidos del número general de la oficina sonó en el teléfono la voz de Arango, el amigo filántropo que casi siempre ha hecho el bien conservándose invisible y que en aquel instante hacía de improvisado telefonista de sí mismo.
Ahora que el Museo del Prado ha aireado con razón el tamaño efectivo de su generosidad, ya la gente que no lo conoce o no lo ha visto nunca transitar por los papeles o las teles tendrá una idea más cabal, o más cercana, de quién es esta persona a la que la historia poco a poco ha ido convirtiendo en personaje.
Todo lo hace como si no estuviera presente; ayuda u orienta con la mirada, va siempre como si anduviera un paso por detrás de sí mismo, y nada lo acalora o lo irrita, aparentemente; cuando tiene una sugerencia o una idea antepone su duda sobre el interés que puede suscitar su ocurrencia, y está preparado siempre para que el otro tenga razón, pues se retrae si lo que afirma suscita una discusión inútilmente severa. Y no lo hace ni por comodidad ni por flaqueza, sino porque ha extremado la educación hasta los límites que aconseja la filantropía: no irritar, no irritarse, escuchar hasta que el otro ya sólo tenga deseo de escucharte.
Y lo que pasó aquel día en que él agarró el teléfono a deshora es que de inmediato arregló el humor de aquella mujer que lloraba por el desdén español, y no sólo eso, abrió la puerta cerrada y, como hacen los filántropos buenos, es decir, invisibles, nunca pidió a cambio ni las gracias. Por eso tanta gente, en México, en Asturias, en España, en Nueva York, e incluso en el Cielo, le da las gracias.
Babelia
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