El escritor que escribió contra la ceguera
Con toda su obra, que mereció el premio Nobel, podría hacerse un dique mundial a favor de los derechos humanos y del sentido común
Escribía lentamente, como si respirara en el fondo del mar; tenía medio siglo cuando empezó a hacerlo. Descorrió el velo de la ceguera, denunció la falta de lucidez y la conspiración contra el sentido común. Con toda su obra, que mereció el premio Nobel, podría hacerse un dique mundial a favor de los derechos humanos y del sentido común. Era un poeta que superó una muerte y otra y al que ahora, cinco años después de despedirlo, se le resucita para que venga en auxilio de las palabras rotas. Era José Saramago, y es José Saramago, un portugués que se enamoró de Pilar del Río, y de Lanzarote.
De Lanzarote se enamoró en torno a 1993, ya estaba enamorado de Pilar del Río, periodista que fue su amor y su traductora; con una energía que le viene del fondo del alma, Pilar sigue siendo, en Lisboa y Lanzarote, la custodia y la llama de aquella respiración tranquila con la que José Saramago fustigó con toda su alma de escritor los velos que el mundo había erigido para hacer más difícil el aire y la vida.
En la conversación cotidiana, en las entrevistas, arremetió contra los desmanes del capitalismo, contra la usurpación del poder por parte de las grandes corporaciones mundiales; puso su viejo corazón de comunista viejo al servicio de las palabras que se decían en los mítines, en Chiapas, en Madrid, en Palestina.
Ese era su compromiso, su arte civil, su manera de estar en el mundo y contra lo que no le gustaba del mundo. Pero cuando se sentaba a escribir ofrecía metáforas en las que subyacía esa manera de ver el mundo pero ni un paso más: no dejó entrar en su literatura poética, extrañada, como nacida de una raíz que tenía que ver más con la respiración que con la voz, ni una brizna del exceso de ruido que produce la vida cotidiana. Como si flotaran sus personajes en una realidad irreal, plenamente inventada, esas metáforas transcurrieron a través de ríos que él inventó lentamente en Lisboa, en su casa de Lanzarote; venían todas del Alentejo de su infancia, y tuvieron como símbolo mayor los árboles y las sombras que le mostró su abuelo analfabeto, al que le dedicó el Nobel cuando lo recibió en Estocolmo.
Dos años antes de su muerte hace cinco años, Saramago sufrió una grave enfermedad de la que ya era muy difícil recuperarlo, según la ciencia. Pero una fuerza distinta, probablemente la de su alma, junto con el aire de Lanzarote y, él lo decía, el entusiasmo enérgico de Pilar del Río, regresó a la vida como si hubiera estado de excursión por la lava oscura de la isla, pisando grava y mirando al horizonte que tenía como vecino a Miguel de Unamuno.
En Lisboa, antes de que inaugurara la gran exposición que le preparó sobre su vida y sobre su obra su atento lector Fernando Gómez Aguilera, se sentó ante este periodista y le habló sobre esa resurrección y también sobre lo que hay cuando uno ya parece que no está. Fue una entrevista vibrante y extraña, como un manifiesto a favor de la poesía que subyace en toda literatura pero sobre todo en toda vida humana. Él había estado en el otro lado; de eso hablaba. Uno es sueño o no es nada, y aún en estos instantes en que, como él decía, se está y de pronto ya no se está, el hombre siente que una luz lo llama a no rendirse.
Después de ese incidente grave del que, sigo diciendo sus palabras, resucitó Saramago, este portugués tímido y alto como una espiga humana siguió escribiendo; viajó con un elefante, empezó otro libro, rebuscó en su energía y nos regaló, en los últimos meses, el valor de su paciencia, un ejemplo para vivir.
Poco antes de morir Saramago este cronista se despidió de él en la casa de Tías, esperando que mañana se produjera otra vez su ya improbable regreso a la vida. Él dijo “Até manhá”, y ese hasta mañana siguió flotando hasta hoy porque ya fue 19 de junio, hacia un sol explícito, abierto, feliz, en Lanzarote, y ya él estaba muerto.
Babelia
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