El humor y la literatura
Alonso Quijano se convirtió en Don Quijote después de andar leyendo libros de caballerías. No es de extrañar. La literatura cala en nuestro intelecto plenamente, más que cualquier otro medio de ficción, quizá porque la lectura implica la culminación del trabajo interpretativo iniciado por el autor.
Un lector no es un espectador. No se sienta ante una pantalla para ver cómo unos actores profesionales representan una historia en un escenario concreto. Un lector da vida a cada uno de los personajes mientras lee, levantando la voz o hablando en susurros, interiorizando sus sentimientos y sensaciones, como si estuviera representado la acción en el escenario que previamente ha construido en su imaginación.
No creo que Alonso Quijano se hubiera quijotizado asistiendo como espectador a una representación de caballeros andantes. Lo que acabó con su cordura fue el hecho de interpretar, línea a línea y libro a libro, el papel de esos caballeros andantes.
A los lectores de Cervantes nos pasa algo parecido. Línea a línea nos quijotizamos leyendo el Quijote, mientas su agudo sentido del humor se incorpora a nuestra existencia y nos ayuda a entender el mundo desde un punto de vista más irreverente y lúcido.
La literatura dotada de humor influye en nuestro estado de ánimo, iluminándolo con sus frases brillantes, sus dobles sentidos, sus disparates y sus personajes surrealistas. Al fin y al cabo el humor no es más que un medio de deformar la realidad para hacerla absurda y risible. Y quienes se ríen de la realidad son tratados con frecuencia como unos locos.
Joaquín Bergés (Zaragoza, 1965) es escritor. Su última novela es Nadie es perfecto (Tusquets).
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