Pasqual y Eduardo (II)
En el episodio anterior: Lluís Pasqual montará la próxima temporada su primer de filippo, que es de filippo y medio: La grande magia (1948) precedida, a modo de entremés, del primer acto de Uomo e galantuomo (1922). “Una mañana de domingo de hará dos años”, me contó luego, “estaba muy bajo de ánimo y busqué una obra de Eduardo en el Ipad. Eduardo hizo grabar todo su teatro para emitirlo por la televisión italiana, en los años sesenta. Son filmaciones, pues, muy antiguas, pero las obras y las interpretaciones se sostienen extraordinariamente. Volví a ver Uomo e galantuomo y casi me caigo al suelo de risa. El problema es que hay una gran idea en el primer acto, el duelo entre un apuntador y el primer actor de una compañía que está ensayando en un hotel, y después la función, la primera que escribió, se le va por otro lado, como a veces le pasaba a Jardiel. No suelen gustarme las obras de ‘teatro dentro del teatro’ pero ese diálogo es maravilloso, puro humor verbal, que fluye como el agua”.
De golpe, a Pasqual se le ocurrió que ese hotel podría ser el mismo en el que transcurre la primera parte de La grande magia: ya tenía el vínculo entre las dos funciones. Y así quiere montar el espectáculo. Le seduce juntar ese trabajo de juventud en el que ya asoma su maestría, y una pieza de madurez en la que aborda un gran tema metafísico, cercano a Pirandello, pero sin perder nunca de vista al público. Es la única obra suya, por cierto, en la que Eduardo alternó la interpretación de los dos protagonistas, Otto Marvuglia y Calogero Di Spelta, el mago y el marido.
Pasqual se sumergió luego en el proyecto de El rey Lear, con Nuria Espert, y el “programa Eduardo” quedó aparcado. En mayo del año pasado viajó a Nápoles para montar Fin de partida, de Beckett, con actores napolitanos, en el Napoli Festival. Hará unos meses volvió para supervisar el estreno en temporada. Y allí se reencontró con el espíritu de Eduardo de Filippo.
“Había presentado Fin de partida en el Teatro Nuovo, en el corazón del viejo barrio español, y en temporada la hicimos en el San Ferdinando, el teatro en el que Eduardo estrenó la mayoría de sus comedias. Lo primero que advertí fue que debía cambiar el tono de mi puesta, ‘calmarla’. Me pasé los ensayos bajando el volumen de los actores, porque en el Nuovo se necesitaba el doble de impostación de voz. El San Ferdinando es como un violín: se oye hasta el último soplo. Tiene una medida humana, de no más de quinientos espectadores, y un ajuste absolutamente natural entre el escenario y el patio de butacas. Los escenarios del norte son muy altos, y yo creo que eso marca un tipo de interpretación más retórica. En ese teatro, el montaje de Fin de partida adquirió su verdadera naturaleza, pero sobre todo me pareció entender porqué Eduardo hacía lo que hacía, esa manera personalísima que no puedes calificar de ‘realista’ porque es una destilación, una quintaesencia, del mismo modo que no puedes llamar realista a Antonio López. Eduardo escribía para ese teatro y para su compañía. Y allí, hará justo un año, fue donde decidí, definitivamente, recuperar el proyecto que había aplazado para hacer El rey Lear”.
Babelia
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