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El doloroso aprendizaje de la democracia

El libro ‘La segunda república española’, que ahora se publica, se presenta como el compendio más completo de aquel periodo histórico

El presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, acompañado, entre otros, de Manuel Azaña, en 1932.
El presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, acompañado, entre otros, de Manuel Azaña, en 1932.Díaz Casariego (efe)

La vigencia de las esperanzas, los problemas y las soluciones que se suscitaron en España durante la Segunda República se puede constatar en el hecho de que aún no se la puede analizar prescindiendo de las opiniones políticas que sobre aquel pasado, conectado con el tiempo presente, tienen los historiadores y el resto de los ciudadanos.

De su carácter actual puede dar cuenta la existencia hasta nuestros días de dos opiniones encontradas. Para unos, la República fue la etapa de plenitud de un proceso de modernización que se había iniciado tras la crisis nacional de 1898, y que aspiraban a liderar los sectores sociales hasta entonces marginados de la política monárquica: el proletariado organizado en torno al socialismo y la mesocracia progresista que en su momento de definición política trató de ser representada por la generación intelectual del 14. El Estado republicano se representó a sí mismo como la sincronización histórica de España con la Europa democrática. De ahí que muchos ciudadanos vieran su aparición, no como la recuperación o reanudación de las esencias liberales que arrancaban de las Cortes de Cádiz, sino como un nuevo comienzo, inaugurado por un hecho revolucionario incruento que, a su juicio, venía a hacer borrón y cuenta nueva de la Historia de España.

La República se entendía como la antítesis de la Monarquía en tanto que esta última era un régimen detentado por una oligarquía que excluía al pueblo de los derechos de ciudadanía. Éstos serían reconquistados a través de una República que canalizaría el movimiento popular erigido contra la desigualdad derivada de la tiranía. Los triunfadores el 14 de abril interpretaron la proclamación del nuevo régimen como una revolución protagonizada por el pueblo, del que debían emanar todos los poderes del Estado. Por medio de la movilización y la participación activa a través del voto, el renacido pueblo republicano alcanzaría la condición de ciudadano con igualdad y plenitud de derechos, incluidos los sociales y culturales. El compromiso cívico republicano era un deber fundamentalmente pedagógico, ya que el pueblo tenía que ser educado en los valores democráticos antes de gozar de los beneficios de vivir en República. Como dijo Azaña en 1924: “El liberalismo reclama para existir la democracia Es un deber social que la cultura llegue a todos, que nadie por falta de ocasión, de instrumentos de cultivo, se quede baldío. La democracia que sólo instituye los órganos políticos elementales, que son los comicios, el parlamento, el jurado, no es más que aparente democracia. Si a quien se le da el voto no se le da la escuela, padece una estafa. La democracia es fundamentalmente un avivador de cultura”.

La República significaba cambio, modernidad y ampliación de derechos, pero para unos grupos esto equivalía a una reforma democrática y para otros a una auténtica revolución. Si la democracia parlamentaria sólo era un valor absoluto para los partidos republicanos burgueses —y no en todos los casos ni circunstancias—, para los grupos obreros era un estadio hacia la verdadera revolución, que debía ser social. Las derechas antiliberales contemplaron la revolución democrática de 1931 como una patología, una secuela demagógica de la crisis del parlamentarismo que Primo de Rivera había tratado de resolver con métodos autoritarios. De ahí que acabasen por condenar indistintamente república, revolución y democracia, ya que la denuncia de la radicalidad del proyecto reformista republicano condujo de modo inevitable a cuestionar su carácter democrático e incluso su adecuación a la identidad nacional, convirtiéndolo en epítome de todos los males generados por la “anti-España”.

'La Segunda República española' (Pasdo&Presente), de Eduardo González Calleja, Francisco Cobo Romero, Ana Martínez Rus y Francisco Sánchez Pérez, se pone a la venta esta semana por 39 euros.
'La Segunda República española' (Pasdo&Presente), de Eduardo González Calleja, Francisco Cobo Romero, Ana Martínez Rus y Francisco Sánchez Pérez, se pone a la venta esta semana por 39 euros.

El gran caballo de batalla para la exaltación o la denigración de la República y su valoración como éxito, frustración o fracaso está vinculado al alcance y a los logros de su política modernizadora. Los autores más inclinados a la derecha han acusado a la República —en sus etapas inicial y postrera— de poco realismo en la aplicación de este proyecto reformista, identificando esta carencia con la falta de acompasamiento a los intereses sociales y políticos del mundo conservador. Lo cierto es que las expectativas y las realidades de la Segunda República fueron, en general, más ambiciosas que en otros proyectos democráticos coetáneos. En sus diversas facetas (reforma agraria, de las relaciones laborales, laicización, reforma territorial del Estado según el principio del “Estado integral”, universalización del derecho a la educación, reforma militar…), y contemplando el conjunto desde una perspectiva histórica transecular, fue el programa de reformas más vasto y ambicioso de la historia contemporánea española, que fue abordado en sólo dos años y medio, y emprendido con un apoyo social menguante ante la oposición de los sectores sociales, políticos e institucionales perjudicados por tales medidas o decepcionados con su morosa implementación.

La Segunda República debiera entenderse como un proyecto inacabado, frustrado, incompleto, si bien algunos historiadores o publicistas lo podrían tildar de fracaso o de oportunidad perdida. No es lo mismo una cosa que otra: la frustración significa la dramática liquidación de un proceso por causas ajenas a su propia naturaleza y cuando aún no ha tenido oportunidad de mostrar todas sus potencialidades y capacidades. El fracaso es la constatación de que un proyecto suficientemente desarrollado no ha alcanzado los objetivos previstos y se consume y derrumba por sus propios defectos. La imagen y la memoria de la Republica han ido indisolublemente unidas a la de su etapa final: la Guerra Civil. La peripecia republicana, por tanto, ha sido descrita con una narrativa del fracaso, una memoria negativa que compartieron de un modo u otro todos los protagonistas de la tragedia. Pero incluso aceptando el término frustración, es preciso comprenderla y relativizarla. Imaginémonos la intensidad de las vicisitudes vividas en cinco años de incompleta institucionalización política y legitimación social republicana comparándolos con los breves años de transición hacia la democracia que van de la muerte de Franco al golpe frustrado de febrero de 1981. Casi la misma duración, casi las mismas zozobras y parecidas incertidumbres. ¿Qué se diría ahora del frágil proceso democrático iniciado a fines de 1976 —al fin y al cabo, otro régimen de transición, como la Republica de abril— si el golpe del 23-F hubiera triunfado o dado lugar a una involución significativa, y ello a pesar de desarrollarse en un contexto internacional infinitamente más estable que el de los años treinta? Quizás hablaríamos ahora de una segunda oportunidad perdida tras la de 1931-1936, y analizaríamos estos turbulentos años setenta también bajo el síndrome o la narrativa del fracaso.

¿Qué pervive de todo aquello? ¿El sentimiento de frustración o el de fracaso? La contingencia, la aceleración vertiginosa del ritmo histórico y la permanente sensación de interinidad fueron, en efecto, rasgos que definieron estos agitados años. Fue una República apresurada e imperfecta en su accidentada construcción, pero una democracia viva y real, al fin y al cabo. La herencia positiva de la República —su voluntad de modernizar España— se obvió o se ocultó durante la Transición, hasta el extremo de que desde los sectores más conservadores se pretendió y se pretende erigirla en contramodelo del régimen actual, presentándola como un sistema no democrático en su origen o como un experimento democrático fracasado por exceso de demagogia reformista o revolucionaria. Contra la imagen de la República como responsable del fracaso histórico de España en su relación con la modernidad, pero con la conciencia del calado de los problemas que aquel régimen no pudo o no supo resolver, la monarquía democrática actual se puede seguir evaluando y criticando en función del grado de cumplimiento o de superación de aquel proyecto reformista —la democracia posible para la época— frustrado a fines de los años treinta.

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