Sobre brontosaurios y castas
Los defensores de la leyes mordaza y del aborto a veces se organizan en castas y se echan una mano, aunque a menudo discrepen en lo que no les resulta esencial
Leo en este periódico que, tras negarlo durante años como género específico de los dinosaurios saurópodos, los paleontólogos han devuelto sus credenciales taxonómicas al brontosaurio, uno de los gigantes prehistóricos que más amé en mi infancia. Quizá porque la etimología de su nombre (que aúna los sustantivos “trueno” y “lagarto”) y su amedrentadora sonoridad denotaban algo a la vez mágico y temible; o, tal vez, porque, niño más bien gordito como era, me llamaba la atención el hecho de que su peso fuera tan tremendo que ni él podía soportarlo, por lo que se veía obligado a vivir mucho tiempo sumergido en el agua. Hay también brontosaurios de otro tipo, claro, pero esos están todavía en este mundo haciendo lo posible para que todo siga igual que en su edad de oro. Ahí tienen, por ejemplo, a los defensores de la leyes mordaza y del aborto. A veces se organizan en castas y se echan una mano, aunque a menudo discrepen en lo que no les resulta esencial. En el fondo constituyen cofradías aglutinadas por la procedencia de clase (que sí, todavía existen, como puede verse en el librito de Marco Revelli La lucha de clases existe… ¡y la han ganado los ricos!; Alianza) o por la educación recibida, que son dos de los cementos sociales más perdurables que se han inventado; piensen, por ejemplo, en los patricios pilaristas que durante generaciones se han sucedido al frente de las instituciones públicas y privadas que más cuentan: de ellos y de sus afinidades y peleas —que nunca llegan a ser tan cruentas como las de los dinosaurios que nos ha mostrado el cine fantástico— habla, y mucho, la periodista Eva Belmonte en el instructivo Españopoly (Ariel). Por lo demás, las castas están en todas partes; compruébenlo en otros dos libros que han llegado últimamente a las librerías: El Establishment, de Owen Jones (Seix Barral), y La casta. De cómo los políticos se volvieron intocables, de Sergio Rizzo y Gian A. Stella, prologado por gente tan distinta como Íñigo Errejón y Enric Juliana, y que aparece bajo el logo de Capitán Swing, el mismo sello que publicó en su momento Chavs, un sugerente ensayo del ya mencionado Owen Jones acerca de la demonización de la clase obrera por las élites británicas. Mientras se escuchan rumores acerca de una futura grosse koalition formada por los dos viejos partidos (aún) mayoritarios y el joven y meteórico nuevo partido de la derecha, con objeto de que todo cambie una miajita (incluso la Constitución) para que todo siga igual, me entero de la publicación (Penguin Random House, en mayo) de El guionista de la Transición, una biografía de Torcuato Fernández-Miranda (de la que es autor su sobrino-nieto Juan Fernández-Miranda), el más listo y con mejor olfato de todos los brontosaurios del último franquismo, falangista (ministro secretario general del Movimiento) y, entre otros muchos cargos, oficios y encomiendas, mentor político de Juan Carlos y artífice del haraquiri de los procuradores prehistóricos del ancien régime que dio paso a la reforma política. En fin, entre unas cosas y otras parece que hay mucho brontosaurio a nuestro alrededor. Por si acaso, tengo en la mesilla de noche un ejemplar del instructivo Abrir en caso de Apocalipsis, de Lewis Dartnell (Debate), un manual que explica cómo reconstruir la civilización —de la agricultura a la comunicación, pasando por la imprenta de tipos móviles— en el caso de que, entre unos y otros, los nunca extinguidos monstruos acaben por dar al traste con ella.
Riesgos
Hace algunas semanas se dieron a conocer los resultados de un estudio patrocinado por los editores franceses acerca de las condiciones económicas de su actividad. Ya se sabe que, de modo general, las conclusiones de los estudios que se encargan suelen reflejar lo que ya saben (o desean) quienes los pagan. En el caso al que me refiero, el corolario evidente es que la edición es un oficio de riesgo y que los que a él se dedican no lo hacen sólo por el beneficio económico. La conclusión se apoya en algunos datos aparentemente incontestables: sólo “resultan rentables” entre el 20% y el 40% de los libros que se publican. En esta “industria del prototipo” —cada título es distinto a los demás— uno nunca sabe con anticipación qué va a funcionar y qué no. En todo caso, lo cierto es que la edición francesa se renueva sin cesar: entre las editoriales activas en 2014, un 70% nacieron después de 1997 (en España, y si consideramos “activos” sólo a los sellos que publicaron más de 10 libros en 2014, el porcentaje de las nacidas a partir de aquel año descendería al 52%). En todo caso, y como se sabe, hay riesgos y riesgos. Por ejemplo, los que asumía François Maspero, todo un símbolo de la edición francesa, fallecido la semana pasada a los 83 años. Hijo de un famoso sinólogo (Henri) muerto en Buchenwald y nieto de un célebre sinólogo (Gaston), François fue ante todo un importantísimo librero y editor militante de los años sesenta y setenta. Su librería La Joie de Lire (40, Rue Saint-Séverin), fundada en 1956, fue uno de los puntos de encuentro de la izquierda radical europea durante la guerra de Argelia y, luego, en los años anteriores y posteriores a las revoluciones de mayo de 1968. Editor militante y convencido antiestalinista, pero menos proclive a la acción revolucionaria que su colega Giangiacomo Feltrinelli, Maspero publicó revistas tan influyentes como Partisans o Tricontinental, que le ocasionaron graves problemas judiciales, y libros como La guerre d’Espagne, de Pietro Nenni; El cancionero de la guerra civil española; Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, o los libros teóricos (Pour Marx, Lire le Capital) de Althusser. En 1983 cedió su editorial, que pasó a denominarse La Découverte, y se dedicó de lleno a traducir (entre otros, a Savater, Ruiz Zafón o Pérez Reverte) y a escribir novelas que publicaba en Le Seuil; la más célebre y autobiográfica de todas es La sonrisa del gato, publicada por Anagrama. Para esa “leyenda” (así lo ha llamado Jack Lang) de la edición francesa, cuya profunda convicción de que los libros podían cambiar el mundo le llevó a tomarse más riesgos de los normales en su oficio, y que hoy descansa para siempre en el cielo laico y con olor a tinta de los editores, vaya este pequeño homenaje.
Cómics
Buena cosecha de literatura gráfica en las últimas semanas. Me ha interesado particularmente, a pesar de su tendencia a los estereotipos políticos, el premiadísimo y muy vendido (más de 150.000 ejemplares en Francia) El árabe del futuro (Salamandra), primera entrega de una trilogía autobiográfica de Riad Sattouf en la que el autor refiere su infancia y su educación sentimental, transcurrida en la Libia de Gaddafi y la Siria de Hafez al-Assad entre 1978 y 1984. También he leído (y visto) con gusto Sally Heathcote: sufragista (La Cúpula), de Mary M. Talbot, Kate Charlesworth y Bryan Talbot, una estupenda novela gráfica que adopta la forma de biografía ficticia del personaje que le da título, y que constituye una eficaz introducción a los primeros tiempos del movimiento feminista británico, que fue el que inspiró todos los demás.
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