Walter Burkert, un gigante del helenismo
El filólogo alemán revolucionó el estudio de la antigüedad clásica con su enfoque multidisciplinar
“Héctor blandió fácilmente una roca que hoy dos hombres apenas podrían levantar del suelo” (Ilíada 12.442). Así describe Homero a sus héroes, sin que su superior grandeza les reste un ápice de humanidad. También hoy algunos, al morir, dejan el recuerdo de una naturaleza superior cuyas obras alcanzan dimensión heroica. Y sin duda en las ciencias del espíritu estas figuras, escasas por su carácter y empuje para nadar contra corriente, son imprescindibles para abrir caminos hacia horizontes nuevos. En la era de equipos de investigación, consorcios, escuelas, congresos y libros colectivos, Walter Burkert (1931-2015), catedrático emérito de filología clásica la Universidad de Zurich, descuella como representante de otra época en la que un solo hombre dotado de genio y pasión podía cambiar el curso de toda una disciplina. Nunca veremos la antigüedad de igual modo tras sus estudios sobre religión, antropología, filosofía y literatura griegas.
Sus siete grandes obras se convirtieron en clásicos desde su misma publicación. La primera, Sabiduría y ciencia en el pitagorismo antiguo (1962) constituye aún la guía más completa para iluminar la oscuridad de las fuentes y distinguir historia de mito, pero también apreciar el solapamiento de ciencia y religión en los albores de la filosofía; Homo Necans (1972) es un prodigio de variedad en las fuentes plegada a la unidad de la tesis central: el origen del sacrificio animal en torno al cual gira la religión antigua está en los miles de años anteriores en que el hombre dependió de la caza para sobrevivir, y su relación ambivalente con la víctima explica el ritual sacrificial como una “comedia de la inocencia” que exculpa a los participantes; Religión griega de época arcaica y clásica (1977) es aún el manual no superado para estudiosos de la materia; Estructura e historia en el mito y ritual de la antigua Grecia (1979), defiende la búsqueda de orígenes y evolución de la tradición frente a la sincronía propugnada por el estructuralismo; Cultos mistéricos antiguos (1987) ofrece la primera visión general de los misterios tras muchas décadas de parálisis por las disputas del primer tercio del siglo XX en torno a su relación con el cristianismo; La revolución orientalizante (1992) fija la atención en los contactos entre Medio Oriente y Grecia en época arcaica—investigación pionera continuada en un opúsculo de 1999, De Homero a los magos, y que inspiró una oleada de nuevos estudios en la materia que aún no ha remitido; La creación de lo sagrado (1996) alarga la mirada hasta los descubrimientos de la etología en animales evolucionados y prueba a formular principios de sociobiología que permitieran encuadrar estructuras míticas y rituales antiguas en la evolución biológica del hombre. Salvo la primera y la cuarta aún, todas estas obras han sido traducidas al español en la última década—justa recepción para quien siempre tuvo en alta consideración la buena investigación española. La variedad de intereses e influencias combinadas de otras ciencias (la etnología de Karl Meuli, la antropología de René Girard, la etología de Konrad Lorenz) salta a la vista.
Añádanse un centenar largo de artículos científicos en cinco décadas, siempre destilando curiosidad y precisión, sin cansarse ni cansar. Con sencillez lógica, agudeza teórica y vastísimo conocimiento de fuentes y bibliografía iluminó también, como de paso, problemas intrincados sobre orfismo, presocráticos, cosmogonía y escatología, y muchos otros temas de política, filosofía y literatura antiguas. En su obra se decanta y vivifica lo mejor de la investigación del XIX y del XX, del romanticismo de los ritualistas frazerianos y del positivismo germánico de Wilamowitz y Nilsson, de la erudición alemana y de la capacidad anglosajona para seducir con prosa vibrante. Siempre al tanto de las novedades importantes, pero nunca tentado por la popularidad de la última moda o por terminología autorreferencial que no pocas veces esconde inseguridad. Una gran virtud de Burkert es que siempre habló claro, con el ímpetu de quien sabe exactamente lo que quiere decir, está convencido de su relevancia y novedad, y por eso pretende que se le entienda. Valentía puede parecer una virtud extraña a un profesor. Pero no es otra cosa afrontar los temas capitales con originalidad, amplitud, y sin rehuir complicaciones, pero con la voluntad firme de encontrar sentido a las fuentes.
En esta búsqueda de sentido su gran rival no fue, como se dice a veces, Jean Pierre Vernant, el otro gigante del helenismo en la segunda mitad del XX. El estructuralismo de la escuela de París no indaga en los orígenes de mito y ritual sino su funcionamiento dentro de los sistemas antiguos de pensamiento. Por ejemplo, no explica el sacrificio remontándose hasta el Paleolítico sino fijándose en la cohesión social conseguida por la participación de la comunidad. La broma tan repetida del alemán obsesionado con la culpa y el francés con la comida era el reflejo chistoso de dos grandes teorías, aún no reemplazadas por cuestionadas que estén, cuyos paladines se respetaban y admiraban. El adversario real para Burkert era el ars nesciendi que limita la ciencia histórica a una mera colección de datos positivos y es incapaz de aventurarse a interpretarlos. Frente a los generalistas y diletantes de la cultura, cumple destacar su respeto por los datos empíricos y su cultivo de las fuentes. Hasta el final mantuvo su enorme capacidad y entusiasmo para la crítica textual y el análisis iconográfico y arqueológico. Pero siempre supo alzar la mirada para lanzar flechas teóricas de muy largo alcance, sin jactancia ni afán de protagonismo. Generaciones de discípulos pueden dar testimonio de su carácter cautivador y sencillo, preocupado únicamente de transmitir conocimiento y pasión por los antiguos, y aún más allá, por la naturaleza profunda del hombre.
Y es que en el corazón de su obra siempre está la curiosidad por el sentido de lo humano a lo largo de milenios de existencia. Esa preocupación central, que sustentó su pasión investigadora hasta su muerte el pasado 11 de marzo, hace de su obra una fuente fecunda de inspiración para estudiosos de la antigüedad y del hombre como ser histórico, que seguirá vivísima cuando los premios y homenajes ya queden atrás. Tuvo merecido reconocimiento de sus contemporáneos, y también lo tendrá de la posteridad. Como los antiguos héroes.
Miguel Herrero de Jáuregui es Profesor de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid.
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