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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Moncho Alpuente, emblema generacional de rebeldía

Este diario tuvo la dicha de contar durante varios lustros con sus colaboraciones, jugosas, acibaradas y siempre inteligentes.

Moncho Alpuente en una imagen de 2001.
Moncho Alpuente en una imagen de 2001.carmen secanella

La muerte del músico, periodista y crítico musical Moncho Alpuente, nacido en Madrid en 1949, implica la pérdida de un emblema generacional que llegó a serlo gracias a su rebeldía personal y, como reconoció siempre, a la labor de otras generaciones precedentes, “mucho más atenazadas y castigadas por el régimen franquista”. Él ha sido una de las cabezas de la primera generación de posguerra que pudo alzarse abiertamente contra la dictadura, no sin recibir su cuota de represión, pero ya en la estela de los cambios democráticos que se anunciaban irreversibles y que el compromiso de su generación por lograrlos asumió bravamente a partir del mayo francés de 1968.

Alpuente vivió en la madrileña calle del Pez y a lo largo de sus 65 años de vida mantuvo un profundo arraigo con la ciudad -de la que ha sido uno de los primeros Cronistas de la Villa de talante progresista- y más precisamente, con el barrio de Malasaña. Líder natural desde sus años escolares en el colegio San Antón de la calle de la Farmacia, allí comenzó a destacar por sus dotes de iniciativa y compromiso. En su adolescencia, frecuentaría el colegio de las Mercedarias de la calle de Valverde, donde coprotagonizaría abundantes ligues, según recordaba. Mostraría su liderazgo en los maristas de Segovia, donde algunos amigos segovianos aseguran que permaneció interno. En aquella etapa comenzaría a despuntar su afición por las tablas.

De entonces data su arraigo a la ciudad del Clamores y del Eresma, en cuya ribera ha vivido varias décadas hasta su muerte. No era extraño verle leer la prensa sentado en una terraza de la Alameda, el arbolado barrio ribereño del río, en el cual tuvo su casa y una piragua con la que surcaba de cuando en cuando sus aguas.

Marcado por la experiencia religiosa, le gustaba destacar que el colegio madrileño donde estudió, poseía una tríada eufónica –Aquilino, Secundino y Celestino- en la cual comenzó a cebar su ironía, uno de los rasgos más destacados de su personalidad. Capaz de protagonizar desde una divertidísma subasta de “vintage” en los sótanos de La Mandrágora, la mítica sala-gruta de Enrique Cavestany, donde arrancaría su fulgurante carrera madrileña Joaquín Sabina, hasta un musical sobre Franco que preparaba y ha quedado, por el momento inédito, Moncho Alpuente movilizó todos los recursos expresivos a su alcance -la palabra, la pluma, el gesto, las tablas, la televisión y la guitarra- para dar salida a una personalidad indomable y soñadora.

Moncho Alpuente cosechó amigos por dondequiera que pasó, dada su facilidad para obtenerlos gracias a la extraversión de su carácter, a su sentido del humor y a un criticismo que él trataba siempre de acentuar en sus rasgos más duros, en una operación que quienes le conocieron bien sabían destinada a ocultar una profunda bondad, solidaria y amistosa. Desde el punto de vista ideológico, Moncho Alpuente se definía como anarquista, si bien se caracterizó por exhibir un profundo sentido unitario, lejos de cualquier sectarismo y en permanente búsqueda de nexos de izquierda. Según sus allegados, buscaba siempre la voz de los sectores sociales más dañados por la exclusión, la pobreza y el infortunio, desde un respeto extraordinario por cada persona y con un celo igualitario incólume desde sus primeros años.

Con todos estos elementos trenzó una trayectoria vital desbordantemente rica, donde la reflexión, la crítica, la sátira y la ironía no fueron nunca incompatibles con el respeto a los otros y el afecto sincero, que siempre creía posible, la alegría de vivir y el deleite de cuantos placeres se hallaran a su alcance. Este diario tuvo la dicha de contar durante varios lustros con sus colaboraciones, jugosas, acibaradas y siempre inteligentes. Juan Luis Cebrián decidió veinte años atrás dedicarle en las páginas de EL PAÍS un editorial para glosar su figura.

Casado en primeras nupcias, con una hija versada hacia la Literatura, su compañera Chary, “manantial de dulzura” como él mismo la definiría, ha sido la entrañable cómplice de sus mejores emprendimientos. La huella de Moncho Alpuente permanecerá siempre en quienes han tenido la fortuna de ser destinatarios de su amistad.

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