Lo contrario de la soledad
El discurso de graduación de Marina Keegan, que murió a los 22 años, protagonizó un fenómeno viral. Sus ensayos, reunidos a título póstumo, se convirtieron en un éxito
No tenemos una palabra que designe lo contrario de la soledad, pero, si la hubiera, definiría lo que yo quiero en la vida. Aquello que estoy agradecida y honrada de haber encontrado en Yale, y lo que me da miedo perder cuando mañana, después de la graduación, me despierte y abandone este lugar.
No es exactamente amor, ni un sentimiento de comunidad; es la sensación de saber que hay gente, muchísima gente, que está contigo en esto. Que forma parte de tu equipo. Cuando la cuenta ya está pagada pero no os movéis de la mesa. Cuando dan las cuatro de la madrugada pero nadie se mete en la cama. Aquella noche con la guitarra. Aquella noche que ya no recordamos. Aquella vez que hicimos, fuimos, vimos, reímos, sentimos. Los gorros.
Yale está plagada de diminutos círculos que ceñimos a nuestro alrededor. Grupos de canto a cappella, equipos deportivos, casas, sociedades, clubes. Esos grupitos que hacen que te sientas querido y a gusto y parte de algo incluso en las noches de más soledad, cuando vuelves trastabillando a casa, donde solo te espera el portátil; sin compañía, cansados, espabilados. El año que viene ya no tendremos nada de eso. No viviremos en el mismo bloque que todos nuestros amigos. No tendremos un montón de chats de grupo.
Y eso me asusta. Más aún que encontrar el trabajo o la ciudad o la pareja adecuados, me asusta descolgarme de la red en la que me siento atrapada. Ese escurridizo e indefinible concepto de lo contrario de la soledad. La sensación que experimento en este instante.
Pero que nadie se confunda: los mejores años de nuestras vidas no los hemos dejado ya atrás. Forman parte de nosotros y se irán repitiendo conforme nos hagamos mayores y nos mudemos a Nueva York o de Nueva York y lamentemos vivir o no vivir en Nueva York. Tengo pensado seguir saliendo de fiesta a los treinta. Tengo pensado divertirme cuando me haga mayor. Toda noción de los mejores años de nuestra vida es producto de los tópicos “tendría que haber…”, “si hubiera…”, “ojalá…”.
Naturalmente, hay cosas que nos gustaría haber hecho: estudiar más, entrarle al chico del final del pasillo. Somos nuestros críticos más feroces, y es fácil sentirse defraudado con uno mismo. Por dormir más de la cuenta. Por dejar las cosas para el último momento. Por tirar por lo fácil. Más de una vez, al recordar los años de instituto, he pensado: ¿cómo pude hacer eso?, ¿cómo pude currármelo tanto? Nuestras inseguridades más íntimas nos persiguen y siempre nos perseguirán.
Pero el caso es que todos somos así. Nadie se levanta a la hora que le gustaría. Nadie ha estudiado todo lo que tenía que estudiar (salvo, tal vez, los pirados que ganan premios…). Ponemos el listón a una altura imposible, y lo más seguro es que nunca alcancemos las fantasías perfectas que imaginamos para nuestro futuro. Pero no veo que haya nada de malo en eso.
Somos muy jóvenes. Somos tan jóvenes. Tenemos 22 años. Tenemos mucho tiempo por delante. A veces me asalta una sensación que se cuela en la conciencia colectiva cuando te quedas solo después de una fiesta, o al guardar los libros cuando te das por vencido y decides salir: la de que, en cierto modo, ya es demasiado tarde. Que los demás han tomado la delantera. Que están más preparados, más especializados. Mejor encaminados para salvar el mundo de algún modo, para crear, inventar o mejorar. Que ya es demasiado tarde para empezar algo nuevo, y que debemos conformarnos con continuar, con seguir lo que ya hemos iniciado.
Ponemos el listón a una altura imposible, y lo más seguro es que no alcancemos las fantasías perfectas que imaginamos
Cuando llegamos a Yale reinaba el sentimiento de que todo era posible, había una energía inmensa e indefinible; y es fácil creer que dicha energía se ha malgastado. Nunca habíamos tenido que escoger, y de pronto tuvimos que hacerlo. Algunos se han centrado. Algunos sabéis perfectamente lo que queréis y lucháis por lograrlo: os habéis matriculado en la Facultad de Medicina, o trabajáis en la ONG perfecta, o habéis optado por la investigación. A vosotros, dos cosas os digo: felicidades, y dais mucho asco.
La mayoría de nosotros, sin embargo, naufragamos en un mar de humanidades. No estamos muy seguros del camino en el que nos encontramos, ni si deberíamos haberlo tomado. Ojalá hubiese tirado por la biología… Ojalá hubiese cogido asignaturas de periodismo en primero… Ojalá hubiese cursado esto o aquello…
Pero debemos tener presente que todavía podemos hacer lo que nos dé la gana. Podemos cambiar de parecer. Podemos empezar de cero. Hacer un posgrado, o probar a escribir por primera vez. La idea de que ya es demasiado tarde para hacer cualquier cosa, la que sea, resulta cómica. Qué disparate. Nos estamos graduando. Somos tan jóvenes… No podemos, no debemos perder la ilusión de que todo es posible porque, en el fondo, es lo único que tenemos.
Un viernes de pleno invierno, en primero, me quedé a cuadros cuando unos amigos me llamaron para que me juntara con ellos en el “Est Est Est”. A cuadros aún, puse rumbo al SSS*, posiblemente el rincón más remoto del campus. Por extraño que parezca, hasta que no me encontraba ya en la puerta del edificio no me planteé cómo era que mis amigos estaban de fiesta en las dependencias administrativas de Yale. Naturalmente, no estaban allí. Pero hacía mucho frío, y, por lo que sea, mi carné funcionó, así que me metí en el SSS para llamarlos. Todo estaba en silencio, la madera antigua crujía y la nieve apenas se distinguía tras las vidrieras. Me senté. Y alcé la vista. Contemplé la sala gigantesca en la que me encontraba. Ese lugar donde miles de personas habían estado antes que yo. Y allí sola, en mitad de la noche, en plena ventisca de New Haven, me sentí extraordinaria e increíblemente a salvo.
No tenemos una palabra que designe lo contrario de la soledad, pero, si la hubiera, definiría cómo me siento en Yale. Cómo me siento en este preciso instante. Aquí. Junto a todos vosotros. Enamorada, impresionada, agradecida, muerta de miedo. Y no tenemos por qué perder estas sensaciones.
Estamos juntos en esto, promoción de 2012. Vamos a hacer que pase algo en el mundo.
* El edificio Sheffield-Sterling-Strathcona de Yale alberga las oficinas de decanato y una inmensa aula de grados. El “Est Est Est” es, en cambio, una pizzería de New Haven, que en inglés suena como SSS (nota de la traductora).
Babelia
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