Cuentistas en el país de los niños
La Casa del Lector ensaya con 100 familias un programa para afianzar la lectura infantil
Leer es peligroso, sostiene Alberto Manguel, porque conduce a la reflexión. Se puede concluir entonces que Teresa Corchete Sánchez es una persistente formadora de elementos de riesgo. Lleva dos décadas fomentando la lectura entre bebés. Sus primeras promociones deben ser ya peligros hechos y derechos. Y sigue en ello, tenaz como una misionera que expande diversión en lugar de bendiciones.
Ella es una de las coordinadoras del programa Casas Lectoras, una experiencia singular que busca incentivar la lectura entre 100 familias de Madrid con hijos menores de cinco años, impulsada por Casa del Lector y apoyada por el Ayuntamiento. Dado que en el perfil predominan las ya incentivadas, las familias descubren trucos para atrapar el interés infantil. “Un cuento se puede contar de cualquier manera. Lo importante es tener tres cosas: una buena historia, un niño que escuche y alguien con ganas de contar”, subraya Teresa Corchete, después de una sesión en la que ha desplegado dosis de gimnasia, música, teatro e intriga como si salieran de una caja de herramientas.
Un libro puede entretener o entristecer. Eso lo sabe hasta una niña de dos años. Pongamos, Irene. Cuenta su padre, Sergio Barciela, que se apenaba escuchando Adivina cuanto te quiero, una historia de abrazos y besos que celebran los mayores. Gracias a otro cuento también han empequeñecido la alimaña de los celos cuando nació su hermano Pedro. Y, pese a que todavía no lee, Irene agarra, toca, huele y observa los libros como si le fuera la vida en ello, que es como hacen los niños las cosas que les gustan.
La de Gemma López y Sergio Barciela es una de las familias que participa en este programa, gratuito y declarado preferente por la Comisión Europea, que aspira a enraizar la lectura a edades cortas. Un toque de esperanza para compensar un presente escalofriante: solo el 45% de los españoles lee libros con frecuencia, según datos de una encuesta elaborada por el CIS el pasado diciembre. “Las familias lectoras generan niños lectores”, defiende con rotundidad la bibliotecaria Diana Pineda.
“Los libros nos pueden dar todo”, afirma Marisa Pata, directora de Casas Lectoras. Hay un 35% de españoles que no lo descubrirá nunca —o casi nunca— porque los libros no entran en sus vidas. Descartados quienes los ignoran por mala visión, por elegir otros entretenimientos o por falta de tiempo, hay un porcentaje demoledor para una sociedad civilizada: el 42% de los que no leen no lo hace porque ni le gusta ni le interesa. Decía años atrás Alberto Manguel, que es un analista de la lectura, que “de la misma forma que nadie puede obligarnos a enamorarnos, nadie puede obligarnos a amar un libro”, pero también añadía que para cada uno “hay un libro que nos espera”. Algo similar a lo que comenta Marisa Pata, mientras los niños recogen su lote mensual de cinco cuentos con los que jugar en casa: “Queremos crear lectores con criterio. Si les prestamos buenos libros, va a ser difícil que nos equivoquemos”.
Cada una de las familias participantes en el programa, que comenzó en febrero, recibirá 20 obras, que deberá devolver en junio. Al entrar en el proyecto han firmado un compromiso para leer en casa con sus hijos (de entre ocho meses y cinco años), participar una vez al mes en sesiones de lectura colectivas, además de disponer de tertulias virtuales para intercambiar experiencias. “Con el afecto, los familiares son los perfectos mediadores en esos primeros años en los que todavía no acuden a bibliotecas ni escuelas”, señala Marisa Pata, que confía en expandir la iniciativa. “No tenemos que ser nosotros quienes lideremos, lo ideal sería que se replicara. Es algo que ayuda a crear buenos ciudadanos”.
Los pequeños que han estrenado el proyecto piloto continuarán hasta que cumplan los ocho años (se desarrolla durante el curso escolar), ya que nace con afán de afianzar su vínculo —y el de sus familias— con la literatura. Si alguien puede apreciar la valía de una iniciativa como esta es alguien que no la ha tenido. Simeón Olivares ha acompañado a su nuera y a dos de sus nietas. Sentado en el suelo, compara su experiencia con la de Ada, de 11 meses, que trastabillea entre sus piernas mientras desplaza su índice sobre una tableta: “Yo soy un autodidacta. A los 11 años me pusieron a trabajar y tuve la suerte de coincidir con un analista programador durante 25 años, que era un erudito y me introdujo en la música clásica y la literatura. Cuando tú has carecido de algo, aprecias mucho más estas cosas”.
Babelia
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