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CRÍTICA | 2 otoños, 3 inviernos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

40 fragmentos para el amor

Vincent Macaigne (a la izquierda), en '2 otoños, 3 inviernos'.
Vincent Macaigne (a la izquierda), en '2 otoños, 3 inviernos'.

En este singular, enérgico y sorprendente trabajo que, de manera más que explícita, se enmarca en una herencia de la Nouvelle Vague más atenta a reconquistar ligereza y libertad expresiva que en perpetuar una pose, el amor por el cine de Robert Bresson, la capacidad de leer las huellas del autor de Lancelot du Lac(1974) en el cine de Eugène Green y el entusiasmo por una comedia de Judd Apatow pueden ser formas de una misma lucha, estaciones de una educación sentimental en ese limbo del tiempo (cada vez más largo, por cierto) que se extiende entre el fin de la adolescencia y la asunción de la responsabilidad.

2 otoños, 3 inviernos cuenta una historia de amor, desamor y posible (o imposible) reconstrucción en 40 fragmentos numerados, divididos por una cesura en el centro de la película que determina el orden creciente o decreciente de los factores. Puede sonar raro, pero es puro juego: un juego casi oulipiano, un mecano del sentimiento que mantiene la presencia de una constante —el actor Vincent Macaigne, en las antípodas del galán romántico al uso— con otra película francesa reciente —La chica del 14 de julio (2013) de Antonin Peretjatko— que se postulaba como hija (aunque, en ese caso, bastarda y respondona) de una Nouvelle Vague que deja de ser territorio de la nostalgia cinéfila para convertirse en arsenal de estímulos para nuevos renacimientos expresivos. Lo que hacen Peretjatko y Sébastien Betbeder no puede ser más distinto entre sí, pero son modulaciones de una misma revolución expresiva, con necesario sentido de la historia y amor por la memoria del medio, en la que también podrían concurrir los discursos de Noah Baumbach y Jonás Trueba.

Privilegiando el fragmento y la fuerza del detalle (in)significante y revelador, la película permite a sus personajes romper reiteradamente la cuarta pared, ya sea en el transcurso de una escena narrativa o descontextualizando sus figuras sobre un croma tan evidente como irresistible.

La película de Betbeder impugna, quizá sin proponérselo, las mecánicas anquilosadas del género cinematográfico que más ha traicionado la naturaleza de su motor: esa comedia romántica que, en los últimos años, se ha convertido en estructura cerrada, previsible y fija, aprisionada por una ortodoxia que no es sino pura antítesis formal del deslumbramiento y la pulverización de códigos e inercias de lenguaje que supone todo primer amor. Es muy posible que está sea la película más fresca en cartel.

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