Sonrisas y lágrimas para entender el conflicto árabe-israelí
Eran Riklis filma en la película 'Mis hijos' una visión distinta de la las tensiones en su tierra
Los árabes representan el 20% de la población de Israel. Lo dicen las estadísticas. Y lo deja claro Eran Riklis, justo al principio de su película. De hecho, es la primerísima frase de Mis hijos. “Ante todo, los hechos. Y luego puedo contarte la historia. Quería que el público entendiera que el filme va de ciudadanos que viven con nosotros, en la puerta de al lado, y sin embargo son transparentes”, afirma el director (Jerusalén, 1954). Con esta idea el cineasta nacido en Israel pero que ha vivido en medio mundo, celebrado por El limonero y La novia siria, vuelve a filmar su tierra y sus contradicciones.
“La gente no se fía de los árabes, los odia, piensa que están en contra de nosotros. También hay falta de conocimiento, que lleva a los prejuicios y al conflicto. Y lo mismo al revés, en cómo ese 20% ve a los judíos israelíes”, añade el director. Para cocinar tanta carne en el asador, Riklis ha escogido su receta favorita: buscar el lado humano. Así, Mis hijos tiene de fondo los años setenta y el eterno conflicto entre Israel y Palestina. Sin embargo, el filme pone el foco en Eyad, un joven palestino tan brillante que acaba en un prestigioso colegio judío en Jerusalén. Gracias a una beca, el niño no paga por su formación, pero sí sufre el precio de la discriminación, hasta el punto de discutir su propia identidad.
“La película muestra la realidad de una persona. Las cosas extremas ocurren pero no es que vayas por la calle y cada minuto te peguen por árabe o israelí. Así que tampoco quería pegarle al público, darle un sermón”, asegura Riklis. Lo que para él es búsqueda de otro código, para la revista Variety es excesiva dulzura. El director responde: “La gente está cansada del conflicto de Oriente Medio. Puede pensar:’ ¿Otra película sobre eso?’. Así que tienes que contar algo diferente y accesible. Busqué el equilibrio entre alcanzar a un público amplio y mantener la integridad”. Pese a su supuesta amabilidad, Mis hijos iba a abrir el festival de cine de Jerusalén y fue sin embargo trasladada a una proyección menos destacada, justo mientras Israel invadía la franja de Gaza. Así como también, por decisión del propio director, el estreno previsto para el pasado julio fue retrasado unos meses después de que Israel encontrara los cadáveres de tres jóvenes secuestrados por un comando vinculado a Hamás.
Y eso que en el filme Riklis mantiene su habitual estilo tragicómico. De ahí que en Mis hijos haya amores rotos e insultos raciales pero en la sala se pueda sonreír. “Si miras a Israel, la realidad es deprimente. Donde la gente muere y sufre es fácil pensar que no hay razones para vivir, así que necesitas el humor para salir de esa vorágine”, agrega Riklis. De hecho, el director considera la ironía como un gran recurso cinematográfico. “Un chiste irresistible te implica y una vez que estás dentro de la historia no puedes escapar. Entonces puedo traerte la parte triste y la aceptas”, relata.
En su defensa del humor, Riklis afirma que no debería tener límites: “El único es la violencia, en cuanto hagas algo que dañe físicamente a otra persona, allí tienes que parar, o ser parado”. Llevado a la actualidad, su discurso respalda el derecho de Charlie Hebdo a reírse de Mahoma, aunque el director entienda la rabia que pueda suscitar en el mundo árabe. Riklis sentencia sin embargo que a un ataque de humor se responde con la misma arma. No, evidentemente, con fusiles y 12 muertos.
Aun así, el director también apunta a otro filtro en la lupa que analice la actualidad. “A menudo, nos falta perspectiva. Llega el atentado de Charlie Hebdo y pensamos que es lo más extremo que haya ocurrido nunca. Y a lo mejor ese mismo día murieron 4.000 personas en África”, defiende Riklis. El cineasta adapta la misma filosofía al conflicto entre Israel y Palestina, así que subraya como guerras mayores han sido resueltas en el pasado.
Entonces, ¿por qué no ocurre? “El tiempo de Netanyahu [el actual primer ministro] se ha acabado. No ha hecho nada bueno. Israel ha gastado demasiado tiempo en no hacer nada. Es fácil esconderse tras la culpa del otro. Es hora de que alguien se levante y diga: ‘Basta”. Una vez más, lo que cuenta Riklis, ya sea detrás de la cámara o en una entrevista, suena bien. Pero, ¿ese alguien saldrá de las elecciones de la semana próxima en Israel? “No veo a nadie con esa habilidad en la política de mi país, ni en el frente árabe. No hay ahora mismo ningún líder en el mundo del que piense: ‘Es el próximo que cambiará las cosas de verdad”.
La escasa fe del cineasta en los políticos es inversamente proporcional a su amor por sus colegas. Riklis defiende todo tipo de película y director. Absolutamente todos. “Soy un adicto al cine. Nunca salgo antes de una sala porque siempre puede haber algo, aunque sea un plano, interesante. Da igual que hagas Toy Story 10 o un filme español exotérico, la gente quiere contar historias”, agrega. El director sostiene que su profesión es “una de los más duras”, entre las dificultades del rodaje y la financiación y las emocionales que puedan proceder de malas críticas o falta de público. Por eso, dice, respeta a todos sus colegas. “Al final cada filme, ya cueste 500 dólares o cien millones, va de creérselo. Y nadie quiere hacer una película mala”.
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