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Despierta y lee
Columna
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El placer de la novela

La discusión sobre si la novela ha muerto o está en la UVI resurge cada cierto tiempo

Fernando Savater

La discusión sobre si la novela ha muerto o está en la UVI, esperando que la desconecten del respirador mecánico, resurge cada cierto tiempo desde hace ya bastantes años. La alientan por lo general algunos novelistas que intentan dejar el vicio o que no consiguen repetir sus éxitos de antaño; se les unen otros que se empeñan en imponer al género innovaciones perentorias para que recupere su fuerza juvenil perdida, como la inyección de grandes dosis de crónica verídica a la ficción, de modo que no sepamos si lo que leemos es fábula o una crónica periodística muy sofisticada; algunos añaden que lo que ha muerto es la novela decimonónica (les apoya la evidencia de que el siglo XIX no tiene supervivientes) y sus convenciones narrativas, el narrador omnisciente, la descripción exhaustiva de paisajes y personajes, etc…: para ser un novelista vivo basta con no ser Flaubert o Tolstói, que ya murieron. Los hay finalmente que excusan el fallecimiento como inevitable, porque va acompañado de otros muchos, como el de la poesía, el ensayo, la plegaria… dado que lo único que queda es el fluir interactivo de palabras y emoticonos a través de la red, que ora es verso, ora prosa, ora defecación o balbuceo, y órale…

Sin duda es difícil tomarle el pulso a un género literario que tanto incluye entre sus artífices a Zane Grey como a Philippe Sollers. A mí, que disfruto con ambos y muchos de los intermedios, me parecen sugestivas las reflexiones que aporta Fernando Aramburu sobre la cuestión entre otras delicias de su Las letras entornadas (Tusquets), un libro que no es una novela —aunque puede que sí— donde señala que, como la gente tiene hambre de historias escritas, filmadas o contadas de viva voz, “el muerto vive y seguirá exhibiendo su vitalidad y su lozanía mientras persista una multitud ávida de narraciones”. El certificado de defunción de la novela solo podrían extenderlo sus destinatarios, no los propios creadores aburridos ni mucho menos los gacetilleros quisquillosos…

Como soy uno de ellos, impenitente, recuerdo al antes invocado Zane Grey, pero también a sus hermanos menores del western hispánico José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane. Esas galopadas y tiroteos disfrutadas con humilde fascinación en el metro o el autobús por lectores que no habían hecho cursos de literatura comparada. El imaginario del Oeste les hizo gozar tanto como en la pantalla nos deleitó John Ford, otro narrador de vibrante pureza. Pues bien, esa dicha no es incompatible con la mayor calidad expresiva. Hace poco acabé de leer Apaches, el último episodio de la trilogía de Oakley Hall sobre el Oeste precedida por Warlock y Badlands (las tres publicadas por Galaxia Gutenberg). Pueden leerse por separado, aunque se complementan, y me siento incapaz de decir cual es mejor: perfectas en su trama, inolvidables en sus personajes, ricas en momentos felices o angustiosos de emoción, insuperables en su pulso narrativo y en la riqueza sin afectación de su prosa. Mientras sigan escribiéndose novelas así, todo lo que se afirme de la muerte del género sonará a palabrería y esnobismo. O quizá mientras queden para esos libros lectores de mi misma cofradía…

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