Clark Terry, excepcional intérprete de jazz
El trompetista, maestro de Miles Davis y último testigo de la edad de oro del género, tocó con gigantes como Duke Ellington o Count Basie
No por esperada, la muerte de Clark Terry (San Luis, Misuri, 1920) ha dejado de conmover a los tantos compañeros de profesión y aficionados que siguieron muy de cerca sus pasos en la salud y en la enfermedad: “cuantos más años pasan”, escribe Alain Tercine, “más se impone la importancia y originalidad de Clark Terry”. Inhabilitado para el ejercicio de su profesión, ciego, incapaz de utilizar sus manos, Terry seguía atendiendo a quienes acudían a visitarle con la mejor de sus sonrisas. El pasado 13 de febrero fue ingresado para ser tratado de sus múltiples dolencias. La muerte le sobrevino ocho días más tarde, hallándose el músico “en paz y rodeado de su familia, estudiantes y amigos”, según puede leerse en la nota dada a conocer por su mujer, Gwen. El músico tenía 94 años.
Terry fue muchas cosas. Lo primero, un intérprete excepcional, con un estilo fluido característico que trasciende categorías: ni swing, ni bebop, sino todo lo contrario. El fallecido jazzista tocaba la trompeta y el fiscorno, instrumento del que fue pionero en el jazz, a veces al mismo tiempo, un instrumento en cada mano. También fue uno de los pocos músicos de jazz de la historia en tocar con los dos grandes, Count Basie (entre 1948 y 1951) y Duke Ellington (de 1951 a 1959). Terry era, así lo confesaba, un hombre de orquesta. Para él no había cosa que se le comparara a “sentir todo ese sonido viniéndole a uno desde todos los lados”. Fiel a sus principios, participó en el “desastroso concierto” de Charles Mingus y su orquesta en el Town Hall de Nueva York en 1962, recogido en el no menos desastroso disco homónimo, y aún fundó su propia Big Bad Band, una máquina de swing arrolladora con la que pudo escuchársele en nuestro país principiando los ochenta.
En 1960 dejó a Ellington para unirse a la banda de uno de sus antiguos admiradores, el también trompetista Quincy Jones. Para entonces, el estilo sinuoso y swingeante del ya veterano jazzista era el reflejo en el que se miraban muchos jóvenes, entre ellos Miles Davis, su paisano, seis años más joven que él. Miles tuvo en Terry a su primer ídolo por encima del abismo estético que separaba sus respectivas concepciones estéticas. Se cuenta que, impresionado por las palabras de elogio del maestro tras escucharle en concierto, el joven alumno acudió a su encuentro con ocasión de una competición atlética en la que Clark participaba como músico, encontrándose a este entregado a la contemplación del espectáculo bastante más interesante de las animadoras en el ejercicio de su labor: “Se acercó un muchacho y le dije: ‘¿por qué no te pierdes? ¡Deja de molestarme!’. Y resultó que era Miles”. Una anécdota que ambos, profesor y alumno, recordarían con humor hasta el fin de sus días. “Clark es uno de los seres humanos más increíbles que he conocido en toda mi vida”, recordaba el trombonista Bob Brookmeyer. “Lo pasó verdaderamente mal en el sur cuando estaba en la banda de George Hudson, estuvieron a punto de lincharle, un sheriff le hizo bailar mientras le disparaba a los pies porque la gasolinera para blancos era la única que estaba abierta... sobrevivió a todo eso y aun así siguió juzgando a las personas una por una. No sé cómo lo ha hecho”.
Empujado por la crisis de las big bands en los años sesenta, el trompetista pasó a trabajar como músico de sesión en Nueva York antes de ser contratado por la cadena NBC para actuar en el show de Johnny Carson: “Fui el primer artista afroamericano en conseguirlo y, por mucho tiempo, el único”. Terry aprovecharía la ocasión para desvelar su faceta de cantante en un estilo rebosante de comicidad a medio camino entre el scat del jazz y algo parecido a un balbuceo sin sentido, que llevó a que le motejaran como Mumbles (murmullos): “Siempre he creído que debes ser capaz de cantar lo que tocas, y tocar como cantas”. Mumbles, la pieza, fue grabada en 1964, al término de una sesión del trompetista acompañado por el trío del pianista Oscar Peterson: “Nos encontramos con que habíamos grabado todas las piezas para el disco y aún nos sobraba tiempo de estudio, así que improvisamos el tema y resulta que se convirtió en un éxito”.
Las últimas imágenes que nos llegaron de él destilaban un patetismo sin límites: apenas reconocible, sufría los efectos devastadores de la diabetes; aun así mantuvo su actividad como docente, bien en forma presencial o por Skype: “A veces la cosa se pone fea, pero yo no ceso en mi lucha. Y le doy gracias a Dios por cada nuevo día”. Fruto de todo ello es el documental Keep on Keepin’ On, en torno a la relación entre el trompetista y el joven pianista invidente Justin Kauflin.
Babelia
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