“Defiendo la ignorancia de la juventud”
A principios de los noventa, Robert Lepage (Quebec, 1957) vivió el peor mal de amores que recuerde. Para superar esa traumática experiencia, decidió recurrir a una terapia llamada teatro. Se inventó un álter ego, al que bautizó como Robert sin disimulo, y lo encerró en una habitación de La Louisiane, el hotel parisino donde Miles Davis y Juliette Gréco forjaron su amour fou allá por 1949. En ese preciso momento, en el ecuador del siglo pasado, Jean Cocteau también tenía el corazón roto. Acababa de regresar de Estados Unidos, donde había sido aplaudido como un genio. Pero no lograba olvidar a quien fue su gran amor, el poeta Raymond Radiguet, fallecido prematuramente varias décadas atrás.
Lepage escogió un título para su obra: Agujas y opio. Parecía decir que el amor era una droga como las demás. Y el desamor que experimentaba, una versión todavía más terrible del síndrome de abstinencia. Los tres personajes se encontraban en esa habitación de hotel, entre nubes tóxicas e inyecciones letales que hacían más llevadero el sentimiento de abandono. Esa obra estrenada en 1991 regresa ahora a los escenarios. Tras meses de gira mundial, el Festival de Otoño a Primavera la acercará a Madrid entre el 7 y el 10 de marzo.
Igual que Robert Wilson y Jan Fabre han rebuscado recientemente en su producción anterior, el director y dramaturgo canadiense se vuelve hacia el pasado, algo muy poco habitual en su trayectoria. “Es cierto. Mi carrera siempre se ha movido hacia delante y no hacia atrás. Siempre me da miedo enfrentarme a una vieja obra y que me acabe pareciendo mala”, sonríe. Jura que fue el actor protagonista, Marc Labrèche, quien le pidió este segundo acto. “Poco después de interpretar esa obra, se convirtió en una estrella televisiva en Quebec y no ha tenido tiempo de hacer más teatro desde entonces”, asegura.
Lepage reconoce que dudó. “Volver a hacer la misma obra no me interesaba nada. En estas dos décadas he hecho ópera, circo y espectáculos rock [junto a su amigo Peter Gabriel] y quería que esta nueva versión recogiera esa evolución. Le dije a Marc que solo aceptaría si la reinventamos”.
"El teatro no puede ser solo terapia personal"
Misión cumplida: el resultado solo guarda un parecido razonable con el original. “La obra de 1991 era bidimensional: había una pantalla y un actor delante. Esta la he hecho en tres dimensiones”, bromea Lepage, que ubica a su protagonista en una habitación movediza, símbolo de su inestabilidad interior. “El espectáculo es menos bruto y más coherente, a nivel formal como también intelectual”.
Lepage sigue considerando que el amor es una droga de la más elevada toxicidad. Pero dice que ha aprendido a sufrir menos. “Cuando se envejece, uno logra inmunizarse un poco. Hoy entiendo mejor cómo funciona el amor, aunque eso tampoco acabe de resolver el problema”, señala. "Para mí, el amor ya no es un refugio ni una escapatoria, sino una manera distinta de percibir la realidad, de experimentar las emociones. Exactamente igual que las drogas”. Los estupefacientes logran abrir la puerta al surrealismo que contiene la obra, recorrida por el jazz venenoso de Davis y la lírica torturada de Cocteau.
Lepage cree que el primer amor es “el que marca para siempre”. El suyo fue una calamidad: se enamoró de una chica a los 14 años, hasta que la descubrió besando a otro. Entonces se refugió en las drogas blandas hasta que experimentó un mal viaje. Pasó dos años tratado con antidepresivos. “Al salir de la escuela, regresaba a casa y pasaba la tarde pegado al televisor”, reconoce. Por esa época, también descubrió su homosexualidad. Ha reconocido varias veces que el teatro le salvó. “Toda forma de creación es terapia, pero no solo una terapia personal. Debe serlo para el artista, pero también para el espectador. Si no, no sirve de nada”, sostiene.
"Me fascinaban los mapas y los atlas. Conocía todos los países y capitales"
Como sucede a menudo, nada dirigía a Lepage hacia el teatro. Hijo de taxista y crecido en un hogar humilde, de pequeño se veía como geógrafo. “Me fascinaban los mapas y los atlas. Conocía todos los países y sus capitales. Supongo que ya tenía interés por otras culturas y otras lenguas”, afirma. Hoy sigue interesándole la geografía, aunque a un nivel humano. “La geopolítica, el choque de culturas, las migraciones y el racismo son los grandes temas del mundo de hoy. Como en 1949, en pleno auge del existencialismo, hoy seguimos buscándole un sentido a todo. No solo a la existencia, sino a las relaciones sociales y a los conflictos que pueblan el planeta. Intentamos entender cosas tan difíciles de entender como el terrorismo”.
Su última obra, 887, que estrena la semana que viene en Nantes, propone un recorrido por el Quebec de su infancia, en unos años sesenta que dice “marcados por la lucha de clases y la esperanza de un mañana mejor”. “Fueron tiempos importantes en la definición de mi identidad personal, aunque solo tuviera 10 años”, asegura Lepage. Como quebequés, Lepage dice haber pasado su vida “sentado entre dos asientos”, esa expresión francesa que se refiere a todo equilibrio inestable. “Somos una mezcla rara: norteamericanos sin ser estadounidenses, europeos sin parecer franceses. Queremos soberanía, pero no nos atrevemos a marcharnos del todo”, afirma. Su estatus en el teatro podría ajustarse a la misma definición: desde su descubrimiento en los ochenta, Lepage ha sido un director extraño, pero al que el sistema siempre ha dejado sentarse en su mesa.
Se ha acabado convirtiendo en referencia teatral entre sus compatriotas. Por ejemplo, el dramaturgo Wajdi Mouawad (Incendios) hace años que le rinde pleitesía. “Me sorprende que diga que le influyo, porque diría que es él quien me influye a mí. En realidad, tomamos cosas prestadas los unos a los otros”, afirma. También admira al joven cineasta Xavier Dolan, con quien comparte una visión nociva del amor. “Al principio no me gustaba nada, pero luego entendí que era nuestro Almodóvar", admite. “Quebec tiene la suerte de tener talento joven. Aquí el teatro no fue inventado hace 400 años, sino apenas cincuenta. Defiendo la ignorancia de la juventud, que es una fuerza que no hay que menospreciar. Como dice David Bowie, a los 25 uno no sabe nada, pero lo defiende a muerte. Por eso trabajo tanto con jóvenes. Serán ingenuos, pero tienen una pasión infecciosa. Yo estoy a favor de ese contagio".
Babelia
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