Y el actor Nobel perdió el pánico escénico
El escritor Mario Vargas Llosa fue intérprete en un estreno excepcional en el que José Ignacio Wert se soltó a hablar en catalán.
Ni cuando recibió el Premio Nobel con toda pompa en Suecia; ni mientras, aun sabiéndose amenazado, recorría el Perú en campaña presidencial; ni en los tiempos de estudiante en la academia Leoncio Prado que dio lugar después a La ciudad y los perros; nunca, nunca, jamás, Mario Vargas Llosa confiesa haber sentido un pavor semejante al de ayer.
Me lo sopló de mañana su editora, Pilar Reyes, que, aparte de atemorizado, le había notado también más joven: “Literal”, decía ella. Don Mario lo confirmaba jocoso en torno a las cuatro de la tarde —no lo de su síndrome Dorian Grey, sino lo del canguelo—, después de haberse tomado, confesó, “una ensaladita” y volver disciplinado bajo el amable látigo del director de escena Joan Ollé, al último ensayo previo al estreno de Los cuentos de la peste. “El pánico escénico existe. Y lo curioso es que no me ocurre sólo a mí, sino a gente mucho más experimentada. Ahora, actor, ya ves, en mí se da la perseverancia del error”.
Pasadas las ocho, en el Teatro Español de Madrid, don Mario se la jugaba como autor y como intérprete. Venía a ser el colofón a la propuesta que en su día le formulara Natalio Grueso, entonces responsable de los escenarios municipales: concluir un repaso a todo el teatro del Nobel, con él en escena, evocando e invocando el espíritu de Boccaccio para esparcir las migas de harina irredenta con las que aquel florentino coció su Decamerón calórico.
El pánico escénico existe. Y lo curioso es que no me ocurre sólo a mí, sino a gente mucho más experimentada. Ahora, actor, ya ves, en mí se da la perseverancia del error”. Mario Vargas Llosa
Frugalidades y estrecheces aparte, bien cierto es que la gula resulta el único pecado capital ante el que aquel adelantado inquisidor medieval, que confesaba llorar al contemplar arder la carne quemada de cada uno de sus condenados, no se perdonaba. Por un plato de lentejas, era capaz de vender su primogenitura, como atestiguó ayer en su piel Pedro Casablanc ante Aitana Sánchez-Gijón.
De pecados se habló mucho en el escenario del Español. Un espacio trastocado y transmutado para la ceremonia de hacer brotar metáforas de acechos y acorralamientos propicios para dar pie a las más insospechadas explosiones de creatividad. La peste que asoló Florencia en 1348 para abrir paso al desenfreno, bien pudiera compararse con otras más actuales en forma de recetas de austeridad: “Puede que sea lo que está pasando y vemos todos días en los periódicos. Estos no dejan tinta, sino que nos impregnan con sangre”, comentaba Ollé.
Lo hacía antes de presentarnos a don Mario en escena: “No sólo actor, sino tejedor, inventor y ahora, ejecutor de la palabra”.
El teatro nos recibía dado la vuelta. Desde la entrada, a pleno foco con vatio de estreno de cine y alfombra roja para autoridades o colegas literarios como el chileno Jorge Edwards, que nos confesó haber escrito hace años una obra sobre lo que para él representa otra epidemia: “La calvicie”. Desfilaron previamente por la plaza de Santa Ana chafarderillos y críticos, estrellas de otros tiempos y un Juan Carlos Pérez de la Fuente, director del Español, como un flan, que daba efusiva bienvenida a la alcaldesa Ana Botella, más sonriente si cabe después de haber anunciado su mutis por el foro en política.
También asistió un José Ignacio Wert muy motivao. El ministro que hace meses enmudeció —quizás por haberlo soltado ya todo para la legislatura—, debió cogerle gusto a la metamorfosis del espacio. Cuál fue la sorpresa de Ollé cuando ante nuestros asombrados ojos y oídos, se dio el siguiente diálogo:
—¡Mucha mierda! En català també es diu molta merda?
¡Wert! ¿Era aquel Wert, con el que comenta esto como testigo, el mismo que soltó aquello de que había que españolizar Cataluña, desatándose en pleno centro de Madrid en la lengua de Pujol, perdón, de Salvador Espriu? Debió darse cuenta pronto. Así que reculó y echó mano después del gracejo andaluz en una turné de acentos que bien le valiera el sueldo a un ventrílocuo.
—Dos horas y cuarto, ¿no? —preguntó el ministro.
—No, sólo dos horas —aclaró el director.
—Sí, pero como dicen en Sevilla, todo de corrío. Y esto, ¿ha costado mucho?
La inevitable alusión al despilfarro no se hizo esperar.
—Poca cosa —soltaba Ollé, sin ánimo de escandalizar.
—No, si me refiero al tiempo —tranquilizaba el ministro.
—Eso sí, un poco.
El Teatro Español, a Wert, ni le va ni le viene. Es gasto municipal.
—Pues eso, eh, molta merda!.
Merda cayó poca. Como bien explicó Ollé al ministro, el dicho viene de las plastas que dejaban los carruajes de los pudientes a las entradas de los teatros. Si olía mucho es que se había acudido en masa. Al final, hubo flores, bravos y algún pitido que se coló a codazos entre los aplausos. Pero quedó el homenaje al teatro que el Nobel lanzó en código decamerónico con Aitana y Ollé como aliados tras 10 años de colaboración y cuatro espectáculos: “Seguiremos haciendo este ménage à trois”, aseguró don Mario. Puro vicio.
Babelia
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