Réquiem por un sueño
El 10 de enero murió el novelista Robert Stone y aquí nos hicimos eco de la noticia. Stone era un autor que metabolizaba sus vivencias en libros donde no daba cuartel. De sus años como corresponsal de guerra en Vietnam y en la periferia del movimiento hippie, salió Dog soldiers(1974), paradigma de las ficciones sobre el agostamiento de la contracultura californiana.
Su hallazgo quedó desdibujado por Hollywood. Se llevó al cine en 1978, como Who'll stop the rain, para aprovechar el tirón de Creedence Clearwater Revival, que aportaron esa y otras canciones a la banda sonora; en España, se rebautizó como Nieve que quema.
Libros del Silencio quería recuperar su bibliografía, un proyecto que quedó interrumpido tras fallecer el editor, Gonzalo Canedo. En la primera tanda iba Dog soldiers, título que se mantuvo en la traducción. Los “soldados perros” eran una escisión de la nación Cheyenne, guerreros que cayeron ante el Ejército de EE UU, reforzada por indios mercenarios, los pawnee. Stone quizás sugería que el peor enemigo es el que se parece a ti.
El inicio de Dog soldiers en Saigón producía cierta consternación. Todos los survietnamitas que aparecen son sanguijuelas —militares cínicos, putas, chulos— o muestran indiferencia “oriental” ante los horrores de la guerra. Odiosos tópicos que se repetirían en la filmografía sobre Vietnam.
En realidad, Stone no mostraba piedad por los vietnamitas…ni por los estadounidenses. El motor de la acción son dos kilos de heroína pura procedente del Triángulo de Oro. Sí, hoy nos resulta una cantidad ridícula pero aquella heroína asiática tenía una fúnebre resonancia en California: su potencia, se decía, explicaría la sobredosis que acabó con Janis Joplin.
John Converse, un quemado periodista freelance, se presta a organizar el traslado del caballo de Vietnam a Berkeley: su porción del negocio le servirá, cree, para encarrilar su vida. No sabe que sus socios le van a dar el palo. Pero estos ignoran que Ray Hicks, el marinero que transporta la droga, lee a Nietzsche y tiene ínfulas de samurái. Para el personaje, Stone tomó trazos de Neal Cassidy, el colega de Jack Kerouac; en la película, le encarnaba Nick Nolte.
Hicks evita la trampa y huye con el cargamento y la mujer de Converse. Este, cuando aterriza en California, se encuentra con un panorama desolador. Sus mayores, veteranos izquierdistas, malviven confeccionando revistas sensacionalistas. Demasiado pardillo para entender lo que se juega, Converse es atrapado por los malos, dos sádicos a las órdenes de un corrupto agente antidrogas.
Buscando deshacerse del contrabando, Hicks viaja a Los Ángeles, una ciudad donde abundan los ingenuos, carnaza para chupasangres, más parecidos a Charles Manson que a Timothy Leary. Allí no hay forma de vender la heroína: se sabe que es “material caliente”. La cantidad, además, va disminuyendo.
Finalmente, perseguidores y perseguidos coinciden en una montaña de Nuevo México, antes una comuna y ahora un resort para hedonistas, el reino de Dieter, trasunto del novelista y gurú Ken Kesey. Y no digo más, para no frustrar al posible lector.
Con Dog soldiers, Stone realizó una magistral parábola del declive del sueño hippie, tan impactante como la “trilogía de la cuneta” de Neil Young. Dog soldiers todavía conserva su poderío gracias a los diálogos y su ritmo acelerado. Para saber más sobre las fuentes, están las memorias de Robert Stone, traducidas como Recordando los sesenta. Por cierto: tremenda falacia aquello de que los que realmente vivieron la Década Prodigiosa no se acuerdan de nada.
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