La conciencia artística
Alejandro González Iñárritu da un giro espectacular a su carrera, quizá estancada en un cierto tremendismo, con una obra repleta de estratos
Hollywood es el mejor guardián de sus esencias. Más allá de las críticas externas, cuando se trata de dar un tajo verdadero a su brazo para, a partir de ahí, examinar la gangrena de sus venas, nadie lo ha hecho mejor que sus propios habitantes. Seguramente igual que Estados Unidos como país, tal paradoja se hace carne en Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia), película inabarcable, inmensa, plagada de capas narrativas, subtextos y radicalismos formales que, aunque obra de un mexicano, Alejandro González Iñárritu, se configura como puro Hollywood examinándose a sí mismo para, por continuar con la paradoja, seguir sacando partido de sus tripas en forma de dinero y prestigio, aun a fuerza de crítica interna.
El director de 21 gramos y Babel da un giro espectacular a su carrera, quizá estancada en un cierto tremendismo, con una obra en la que se acumulan los estratos: el teatro y sus egos (y el cine, y el arte); la industria como maquinaria de productos banales y la dicotomía entre el cine adulto y el blockbuster juvenil; las posibilidades y las imposiciones de las redes sociales; la paternidad ausente; la verdad de las interpretaciones y su método; las dudas del creador; las miserias de los críticos de teatro (y de cine) y, en fin, la conciencia artística en toda su extensión. En la paranoia de la antigua estrella de películas de superhéroes, entregada ahora a su redención por medio de la producción de una obra teatral en Broadway que adapta nada menos que De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver, hay mucho de Pirandello, de Fellini y su Ocho y medio, de Scorsese y su Toro salvaje, y, sobre todo, de Bob Fosse y All that jazz, de sus conversaciones con su mortal alter ego, y del Cassavetes de Noche de estreno, con su descarnado retrato del teatro, de sus triunfos y de sus dudas, hasta alcanzar, literalmente, la demencia. Pero, al mismo tiempo, Birdman es profundamente auténtica en su modernidad, con abundantes mensajes metaficcionales: no sólo por el magnífico Michael Keaton, antiguo Batman, dando vida al protagonista; también por Edward Norton, tan famoso por sus actuaciones como por convertirse para sus directores en un fastidio del método interpretativo.
BIRDMAN (O LA INESPERADA VIRTUD DE LA IGNORANCIA)
Dirección: Alejandro González Iñárritu.
Intérpretes: Michael Keaton, Edward Norton, Emma Stone, Naomi Watts.
Género: comedia. EE UU, 2014.
Duración: 119 minutos.
Maravillosa en su (i)lógica, en su desmesura, en su humor negro y en su huida del realismo, Birdman no se conforma con ser extraordinaria en su narrativa; también lo es en su aspecto musical (¡solos de batería en forma de improvisaciones de jazz!) y en el formal: rodada en un único (y falseado) plano secuencia, lo que la acerca a la experiencia temporal y la aleja de la simple soberbia de la que se la podría acusar conforme transcurre, abriendo el panorama a un cine alejado de las normas clásicas de caligrafía cinematográfica de puesta en escena y montaje.
Del primer al último plano, que es el mismo, Iñárritu ha elaborado una obra de arte emocionante, libre y abierta a tantas interpretaciones como su majestuoso epílogo.
Babelia
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