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Libros

El tacaño más rico de Estados Unidos

En ‘El desmoronamiento’ elabora una crónica del declive del país como la de Sam Walton

Sam Walton, en 1986, hace campaña en favor de los productos americanos para combatir el déficit comercial.
Sam Walton, en 1986, hace campaña en favor de los productos americanos para combatir el déficit comercial.Steve McHenry (ap)

Sam nació en 1918 en Kingfisher, Oklahoma, justo en el centro del país. Tras el golpe de la Gran Depresión, su padre, Thomas Walton, obtuvo un empleo en una agencia dedicada a expropiar fincas en Misuri en nombre de una compañía de seguros. A veces Sam viajaba con su padre y pudo comprobar cómo este se esforzaba por dejar un mínimo de dignidad intacta a los granjeros que no habían podido devolver sus préstamos y estaban a punto de perder sus tierras. Sin duda, fue entonces cuando Sam adquirió su cautelosa actitud hacia el dinero. Era un tipo tacaño, lisa y llanamente.

Así lo criaron. Ni siquiera después de convertirse en el hombre más rico de América (le disgustó enormemente que Forbes llamara la atención sobre él de ese modo en 1985) dejó de agacharse si encontraba una moneda de cinco centavos en la acera. Nunca le gustó el estilo de vida ostentoso. “Jamás le he dado mucha importancia al dinero —escribiría poco antes de morir—. La riqueza es tener para comer y un sitio bonito donde vivir; mucho espacio para mis perros, un lugar para cazar, un lugar para jugar al tenis y medios para darles a mis hijos una buena educación. Eso es la riqueza”.

Aprendió a hablar a la gente que se le acercaba por la calle antes de que ellos se dirigieran a él. Sam se dio cuenta desde muy joven de que se le daba bien vender cosas. Se sacó la secundaria y la carrera universitaria repartiendo periódicos y ganó un concurso vendiendo suscripciones puerta a puerta. Al finalizar la universidad empezó a trabajar en una tienda J. C. Penney en Des Moines, la capital de Iowa, por 75 dólares a la semana.

Ese fue su primer empleo como minorista, el cual conservó durante el tiempo necesario para descubrir que llamar a los empleados “asociados” hacía que se sintieran orgullosos de la empresa para la que trabajaban. Sam quería comprar una franquicia de los almacenes Federated en San Luis (Misuri), pero su esposa, Helen, hija de un rico abogado de Oklahoma, se negó a vivir en ciudades con más de 10.000 habitantes. Así fue como terminaron en Newport, Kansas (de 5.000), donde Sam compró una franquicia de la cadena de tiendas Ben Franklin con ayuda de su suegro. Justo en la acera de enfrente había otra tienda: Sam dedicaba horas a pasearse por delante y observar cómo hacía las cosas la competencia, lo cual se convirtió en un hábito de por vida.

Descubrió que llamar a los empleados “asociados” hacía que se sintieran orgullosos de la empresa

Sam compraba braguitas de raso al proveedor de Ben Franklin a dos dólares y medio la docena y vendía paquetes de tres por un dólar. Más tarde encontró otro proveedor de Nueva York que vendía la docena a solo dos dólares. Lo que hizo Sam, sin embargo, fue vender cuatro braguitas por un dólar y aprovechar la oportunidad para poner en marcha una gran campaña publicitaria. Los beneficios por braguita cayeron un tercio, pero las ventas se triplicaron. Compra barato y vende barato, en grandes volúmenes y rápido: esas eran las claves de la nueva filosofía de Sam. En cinco años se multiplicaron por tres las ventas totales. Su tienda Ben Franklin era la que más vendía de su Estado y de todos los Estados vecinos. La gente era avara y jamás dejaba pasar una buena oferta. Así eran las cosas en los pequeños pueblos de mayoría absoluta blanca de Arkansas, Oklahoma y Misuri tras la guerra. Así son las cosas en realidad. Allí y en Pekín, entonces y ahora.

Así eran las cosas también en Bentonville (Arkansas), donde Sam y Helen se instalaron con sus cuatro hijos en 1950. Sam abrió una tienda a la que llamó Walton 5&10 en la plaza Mayor de Bentonville (de 3.000 habitantes). Le fue tan bien que abrió otras 15 tiendas junto con su hermano Bud a lo largo de la década siguiente. Operaban en sitios dejados de la mano de Dios que a los grandes almacenes como Kmart o Sears no les interesaban.

La gente gastaba poco, pero en esos lugares se vendía más de lo que creían los listos de Chicago y Nueva York que tenían el dinero. Sam localizaba las parcelas más interesantes desde su avioneta biplaza Aircoupe; volaba en rasante sobre los pueblos, escudriñaba las calles y estudiaba los planes urbanísticos hasta dar con la parcela apropiada.

El señor Sam estaba elevando el nivel de vida de la gente a base de bajar el coste de la vida

Poseído por la fiebre de su sueño minorista, cuando iba de vacaciones solía dejar a su mujer e hijos solos para ir a visitar las tiendas de la comarca. Espiaba a la competencia y les birlaba a sus mejores profesionales ofreciéndoles invertir en sus franquicias. Ideaba maniobras para desorientar a la competencia con el fin de que pensaran que era incompetente, y les peleaba a sus proveedores hasta el último centavo.

El 2 de julio de 1962, Sam abrió su primer almacén de artículos de descuento en Rogers (Arkansas). Ese tipo de comercios, en los que se vendía de todo, desde ropa de marca hasta repuestos de automóvil, eran el futuro. Era tan tacaño que redujo el nombre todo lo que pudo para que tuviera las menos letras posibles: la nueva tienda se llamó Wal-Mart. Prometía “precios bajos todos los días”.

En 1969 funcionaban ya 32 tiendas en cuatro Estados. Al año siguiente, la empresa salió a Bolsa. A lo largo de los años setenta, Wal-Mart dobló las ventas cada dos años. En 1973 había 55 tiendas en cinco Estados. En 1976 eran 125. Wal-Mart se extendía como una onda expansiva arrasando con los pequeños colmados y droguerías, saturando las regiones conquistadas para que nadie pudiese entrar a competir. Todos los nuevos Wal-Mart eran exactamente iguales y todos se situaban a no más de un día de carretera desde la sede de Arkansas, donde se encontraba el centro de distribución.

En 1980 había ya 276 Wal-Mart y las ventas excedían los 1.000 millones de dólares. Durante esa década, la cadena creció exponencialmente, extendiéndose por todo el país. Hillary Clinton fue la primera mujer en formar parte del consejo de administración de la cadena. Su marido, entonces gobernador de Arkansas, y otros políticos acudieron a Bentonville para rendir tributo. A mediados de la década de 1980, Sam se convirtió oficialmente en el hombre más rico de Estados Unidos, con una fortuna de 2.800 millones de dólares. Era más tacaño que nunca: seguía cortándose el pelo por cinco dólares en una barbería del centro del pueblo y jamás dejaba propina.

Sam visitaba cientos de tiendas al año. Siempre aparecía con su nombre de pila escrito en un portatarjetas de plástico prendido en el pecho, como los dependientes. Los trabajadores por horas se sentían mejor atendidos por ese hombre tan amistoso que por sus propios gerentes. Desde su espartano despacho de Bentonville, el presidente escribía una carta mensual que llegaba a las decenas de miles de empleados, dándoles las gracias. En 1982 le diagnosticaron leucemia, pero él les aseguró: “Seguiré yendo a veros, quizá menos a menudo”.

Los trabajadores de Wal-Mart estaban pésimamente pagados, que tenían trabajos a tiempo parcial sin prestaciones sociales

En Luisiana, un pueblo trató de impedir la llegada de Wal-Mart por temor a que la calle mayor quedase desierta de comercios. De aquello no se enteró nadie. Cuando saltó la noticia de que los trabajadores de Wal-Mart estaban pésimamente pagados, que tenían trabajos a tiempo parcial sin prestaciones sociales y que a menudo dependían de subsidios públicos, el señor Sam respondió que estaba elevando el nivel de vida de la gente a base de bajar el coste de la vida. Si los camioneros y las cajeras trataban de afiliarse a un sindicato, Wal-Mart los aplastaba sin piedad.

Cuando las fábricas y sus empleos huyeron de Estados Unidos a ultramar, el señor Sam lanzó la campaña “Buy American”, que le granjeó el elogio de políticos de todo el país. En las tiendas Wal-Mart, sin embargo, etiquetaban como “Fabricado en EE UU” prendas de ropa en realidad importadas de Bangladesh. Los consumidores no se pararon a pensar que Wal-Mart, al exigir precios salvajemente bajos, obligaba a los fabricantes estadounidenses o bien a cerrar, o bien a emigrar a la otra punta del planeta.

A principios de 1992, el señor Sam perdió gran parte de su energía. En marzo, el presidente George Bush y su mujer acudieron a Bentonville; el señor Sam se levantó tambaleándose de su silla de ruedas para recibir la Medalla Presidencial de la Libertad. En sus últimos días nada le alegraba más que una visita en el hospital de algún gerente local para darle cifras de ventas. En abril, poco después de cumplir 74 años, el señor Sam murió.

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Y no fue sino después de su muerte cuando el país comenzó a entender lo que la cadena había conseguido. Con los años, el propio país se había ido pareciendo cada vez más a Wal-Mart. Se había abaratado: precios más bajos, sueldos más bajos. Menos puestos de trabajo sindicalizados en las fábricas y más empleos a media jornada en atención al cliente. Los pequeños pueblos en los que el señor Walton había visto la oportunidad de negocio se habían empobrecido, lo que implicaba que los consumidores dependían cada día más de los “precios siempre bajos” y tenían que comprarlo absolutamente todo en Wal-Mart, e incluso quizá se vieran obligados a trabajar allí y solo allí. El empobrecimiento del Medio Oeste fue beneficioso para los objetivos de la empresa. Y en las partes del país donde la riqueza crecía (en las costas y en algunas grandes ciudades), muchos consumidores contemplaban horrorizados los pasillos de Wal-Mart, repletos de artículos fabricados en China, de malísima calidad.

Por su lado, los grandes almacenes como Macy’s, bastiones de la antigua economía de clase media, se apagaban y Estados Unidos empezaba a parecerse, una vez más, al país en el que había crecido el señor Sam.

Debate publica El desmoronamiento, de George Packer, el 15 de enero. 528 páginas. 23,94 euros.

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