El peso del año
Por las tardes espío aquí en Marienbad a los numerosos clientes que, tras las cristaleras de los comedores de los grandes balnearios, viven sus vidas crepusculares, iluminadas por una luz pálida que parece importada de una novela de W. G. Sebald. Todo aquí es mortecino e inmortal y pide a gritos que alguien lo electrifique, lo ilumine de golpe, le saque los colores al puño de polvo de la vieja Europa, le muestre al menos por unos segundos al mundo la otra cara de este lugar, el rostro cada día más agazapado de una vivacidad olvidada.
Llevo días fuera de mi tierra y, como nos encontramos en tiempo de confettis y turrones, de matasuegras y listas de los mejores libros del año, siento añoranza de mis paisanos y de sus juergas en estas fechas. ¡Son tan bestias! Una llamada de móvil aminora mi melancolía al informarme de la composición de varias de las listas de los mejores libros. Pero como son tan distintas en un diario u otro (lógico, porque los diarios son "ellos y sus circunstancias"), mi primera impresión es que resulta difícil manejar semejante tumulto de títulos, y más aún teniendo en cuenta que no están algunos de los que han despertado mi interés en los últimos meses.
Empiezo a parecerme a Paul Valéry cuando visitaba museos y notaba que eran inhumanos
¿Qué hacer con tanto libro, cada uno junto al otro, aspirando a opacar al de al lado? ¿Qué hacer con tanta barra libre de cien metros lisos? Me pongo en el lugar de quien lleva en la cabeza todas las listas de este año y observo que la apagada gente de Marienbad empieza a mirarme como si fuera yo y no ellos quien llevara un pesado fardo encima. ¿Una carga de años o de libros? Una carga de libros del año.
Empiezo a parecerme a Paul Valéry cuando visitaba museos y notaba que eran inhumanos: “Resulta paradójica esta proximidad de maravillas independientes y enemigas, tanto más enemigas cuanto más semejantes son. […]El oído no aguantaría a diez orquestas tocando juntas. Nuestra herencia nos aplasta. El hombre moderno se ve empobrecido por un capital exagerado de riquezas, y por tanto inutilizable”.
Estas palabras me recuerdan que en su primer encuentro Holmes le comenta a Watson que el cerebro del hombre es originariamente un desván vacío, que uno deber ir llenando con los enseres que prefiera. El necio, le dice Holmes, mete en él todos los trastos que encuentra, de modo que los conocimientos que podrían serle útiles no disponen de lugar, mientras que en cambio el artesano habilidoso controla lo que introduce en su cerebro-desván. Y no hay que olvidar que nuestro altillo no tiene paredes elásticas ni puede dilatarse sin límite, de modo que no conviene que datos inútiles desalojen a los útiles…
En el tumultuoso fardo hay bastantes libros superfluos que han desalojado a lo loco a otros de mayor enjundia y saturado con datos inútiles el desván. Alguno dirá: pero son listas necesariamente arbitrarias y sólo son juegos navideños. Pues claro, y mi comentario es de fin de año. Hay libros que se han visto extrañamente borrados, atropellados, dada la alegría con la que se ha llenado la cáscara vacía; mejor dicho, el camarote de los Marx.
Babelia
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