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UNIVERSOS PARALELOS

La rumba interrumpida

Diego A. Manrique

Conviene reiterarlo: el embargo estadounidense resultó una desdicha sin paliativos para la música cubana. De golpe, los fabulosos artistas de la Isla Grande perdían su mercado principal y, sobre todo, la plataforma que lanzó globalmente estilos como el chachachá o el mambo.

La evolución natural de la música antillana también quedó truncada. La militarización de la sociedad impuesta por el asediado castrismo empujó al exilio a eminencias, reconocidas o por descubrir, como Lecuona, Celia Cruz, La Lupe, Ernesto Duarte, Bebo Valdés, Cachao. Una sangría que alimentaría un envenenado contencioso entre los que se fueron y los que quedaron.

Estos últimos no fueron tratados con particular benevolencia por el gobierno revolucionario. En 1967, Castro abolió la propiedad intelectual, lo que dejó en una paradójica situación a compositores de famosos sones, guarachas y boleros: podían vivir en la pobreza, mientras en el exterior se les acumulaban grandes cantidades en concepto de derechos de autor.

La paranoia del régimen provocó soluciones pintorescas. Temerosos de la contaminación cultural, los funcionarios vetaron la radiación de los discos de The Beatles y sus adláteres. Por el contrario, sí toleraron las desleídas versiones de Los Mustang y otros conjuntos españoles; terminarían siendo mucho más populares que el pop procedente de los “países hermanos” del Este y, de hecho, algunos grupos sesenteros todavía cruzan el Atlántico para dar conciertos nostálgicos en Florida.

Ajenos al fluir de la música internacional, los cubanos alucinaron ante el fenómeno de la salsa neoyorquina, que se puede simplificar como creadores de origen puertorriqueño o dominicano reformulando hallazgos afrocubanos. La reacción instintiva fue acusarlos de latrocinio; sin embargo, la lección se aprendió en operaciones de modernización protagonizadas por Los Van Van o NG La Banda.

Aunque era fácil encontrarse con excelentes orquestas cubanas tocando en desangeladas ferias de turismo, la principal exportación sonora de la isla fue la Nueva Trova Cubana, sublime adaptación caribeña del modelo del cantautor. En los conciertos de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés coincidían los militantes de la solidaridad con los simples admiradores de su orfebrería poética y melódica.

La música funcionó como puente entre EEUU y Cuba en 1979. Recordando la “diplomacia del pimpón”, usada por Nixon en su acercamiento a la China continental, Jimmy Carter bendijo el festival Havana Jam, que juntó en el Teatro Carlos Marx habanero una embajada de rock, country, jazz y salsa con solistas y agrupaciones cubanas. Hubo química entre ambas partes pero su impacto fue limitado: el Partido distribuyó las entradas entre sus miembros y la única consecuencia fue que Irakere inició una carrera en los circuitos del jazz.

El Periodo Especial, cuando se evaporaron las subvenciones del bloque socialista, provocó un turbión de esperanzas y frustraciones entre los músicos cubanos. Aumentó el éxodo de extraordinarios profesionales formados en los conservatorios estatales, aunque esas fugas fueron asumidas sin dramatismo: Cuba siempre ha producido más músicos de los que puede mantener y era evidente que, sin industria, esos monstruos no podían prosperar.

También arraigó la idea de que el aterrizaje de turistas, con sus gustos modernos, animaría la oferta musical. Y así pareció ocurrir inicialmente, con la emergencia del rock y el rap cubanos, por no hablar del boom de la timba, desaforada evolución de la salsa que ya anticipaba los modos descarados del reguetón.

Pero llegó Ry Cooder y, sin saberlo, echó el freno. El californiano despreciaba la creación contemporánea y su apuesta por los viejitos, en el proyecto Buena Vista Social Club, devolvió a la música cubana a un bucle rural y republicano. Deleite de las autoridades: eran jubilados afables, sin reivindicaciones aperturistas, aptos para vender mojitos y puros.

Dicen que toda buena obra tiene su justo castigo: Cooder fue multado con 100.000 dólares, en aplicación de la ley estadounidense que prohíbe “comerciar con el enemigo”. Un recordatorio de que el bloqueo alentó un fuego cruzado que regularmente damnificaba a los músicos.

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