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REINALDO ARENAS

El encanto de la transgresión

Arenas fue capaz de contaminar, no el canon, que es siempre relativo, sino la vida, el futuro

Reinaldo Arenas en 1985.
Reinaldo Arenas en 1985. AGUSTÍ CARBONELL (EL PAÍS)

Nacido en un pueblito del Oriente cubano en el año 1943, Aguas Claras, “una aldea graciosa que pasaba rauda por las ventanillas del tren”, a decir de Guillermo Cabrera Infante, otro vecino de la zona, Reinaldo Arenas decidió poner término a su viaje, enfermo, poco antes de concluir 1990, en Nueva York, donde sobrevivía, pobre, prohibido en su país e ignorado por los editores, también los del exilio, que solo tras su pérdida reaccionaron, por aquello de que los escritores muertos atraen más lectores.

Muy temprano alcanzó a publicar en Cuba, para luego sentir en carne propia la pesada vara de hacer justicia, y dar palos, que el gobierno revolucionario destinaba para los que se oponían, pensaban y eran distintos.

Hostigado, perseguido, preso, torturado... protagonista de varias fugas igual de rocambolescas que afortunadas —de la prisión y de Cuba— responsabilizó exclusivamente a Fidel Castro de sus vicisitudes y muerte, convirtiéndose en referente de culto para los jóvenes escritores de la isla, y voz socorrida del exilio.

Posiblemente el más brillante, transgresor, de los discípulos de Virgilio Piñera —como le gustaba sentirse— disidente hasta donde sea posible, de Arenas nos queda la mezcla del lado siniestro que el escritor desarrolla, mientras desdobla una ternura primaria, envuelta en poderosas imágenes que a veces lindan conscientemente lo ridículo, afecto que solamente el que ha estado en soledad brinda sin complejos. Dualidad visceral, uno termina sintiendo alguna pena por el hombre.

Donde algunos reconstruían fehacientes al recuerdo, detallaban fantasmas con la idea de detenerlos y crear una memoria fiel, alguna esteticidad temporal en formol —almacenada junto a la geografía de gratos olores: como si lo que importara fuera adecuar el resumen del relato a una vista de postal, a un territorio perdido—, Arenas fue capaz de contaminar, no el canon, que es siempre relativo, sino la vida, el futuro. Reventó la nación en volcanes pestilentes de pus y excrementos, devenidos sus palacios antiguos y lugares gloriosos en poco menos que meaderos públicos, espacios para la caza de sexo.

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