_
_
_
_

La mano incorrupta y el dictador obsesionado

El viaje de una parte del cuerpo descuartizado de Teresa de Ávila, de la que Francisco Franco no se separaba

Para cuando Gregorio XV canoniza a Teresa de Ávila en 1622, el mismo día que a Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Isidro el labrador y Felipe Neri, el cuerpo de la mística está ya descuartizado en reliquias y muy repartido. Todo empezó el mismo día de la muerte en Alba de Tormes, el 4 de octubre de 1582, víspera del 15 de octubre porque ese mismo año el papa Gregorio XIII suprimió diez días al calendario para corregir el desfase de siglos respecto al año solar. Todo ocurrió mediante una decisión maquinada por un grupito de personas, entre ellas la duquesa de Alba. “Aquí se queda para siempre jamás”, se juramentaron. Los restos de una santa famosa son siempre un capital. Pero nueve meses después llega a Alba el superior del Carmelo, Jerónimo Gracián, y pide ver el cuerpo. Está intacto, aunque huele muy mal. Lo exhuman, lo lavan, lo visten y lo exponen en el coro de la capilla. Antes, lo han descuartizado para hacer reliquias. El propio Gracián corta la mano izquierda y el dedo meñique, la mano para las carmelitas de Lisboa, el meñique para quedárselo él. “Desde entonces acá, gloria a Dios, no he tenido enfermedad notable”, escribe. Murió a los 69 años, pero no consta de qué.

Cuando se extiende por la comunidad el macabro descuartizamiento, se inicia un combate por las reliquias, en especial desde el convento del Carmelo en Ávila, la primera fundación descalza. La autoridad carmelita está de acuerdo: Tendrán la mayor porción. Como caen en la cuenta de que los duques de Alba se opondrán con furia, actuarán en secreto. Sólo tres monjitas de Alba van a estar al tanto. Las demás cantarán en el coro, ajenas al ajetreo de sus ilustres visitantes aquella noche. Se les consolará dejándoles el brazo al que Gracián cortó la mano. Casualmente, uno de los conspiradores lleva bajo el hábito un cuchillo, así que allí mismo se corta el brazo sin mano “como si fuera un melón o un poco de queso fresco”, relató el primer biógrafo de Teresa, el padre Ribera.

Aún han de discutir cómo llevar lo que queda del cuerpo hasta Ávila. Lo envuelven en una manta de sayal, lo instalan sobre una mula entre dos pacas de paja y emprenden viaje de noche. Para entonces, en Ávila no se habla de otra cosa. Cuando llega la carga y empieza a oler a perfume por la zona del convento, a las afueras de la muralla, se discute si llamar a un médico o a un teólogo. El caso es digno de la cámara de Buñuel. Joseph Pérez sostiene que “hay reliquias de santa Teresa –dedos, jirones de carne, etc.- en los más diversos lugares de España y de la Cristiandad”. Lo cuenta en ‘Teresa de Ávila y la España de su tiempo’ (Algaba, 2007).

Merece comentario aparte la mano izquierda que se llevó el padre Gracián a Lisboa, y que regresó a España en 1910, al Carmelo de Ronda, preocupadas sus custodias por posibles convulsiones anticlericales en aquel país. Allí reposó hasta que en 1936, tras el golpe militar de Franco, un general fiel al Gobierno republicano, Villalba Riquelme, lo esconde en su equipaje. Termina regalándoselo a Franco, que se lo lleva al palacio del Pardo. Su brillante y lenguaraz primer ministro de Educación, Pedro Sainz Rodríguez, la descubre sobre una mesita una tarde que acude a despachar con el llamado Caudillo. Mientras hablan, Franco se entretiene firmando condenas de muerte. Sólo se interrumpe para mojar picatostes en una taza de chocolate y comérselos con mimo. Así lo contó a EL PAÍS en 1982 quien más tarde, alejado del poder por su cercanía a don Juan de Borbón, escribió en dos tomos la muy valorada ‘Antología de la literatura espiritual española’, editada en 1980 por la Universidad Pontificia de Salamanca.

Franco ve en Teresa de Ávila la “santa de la raza”, la suya, así que no se separa del siempre conocido como “brazo incorrupto de santa Teresa” (en realidad, una mano sin meñique). Para dormir, lo pone en la mesilla de noche. Se lo lleva a todos sus viajes. Menos al último. Ingresado moribundo en el hospital La Paz de Madrid, el arzobispo Cantero Cuadrado viaja al Pardo desde Zaragoza, su sede pontificia, para recogérselo y depositarlo a los pies del dictador, por si se producía un milagro de eternidad. Fallecido al fin, la viuda del dictador, Carmen Polo, entrega la dichosa mano al arzobispo de Toledo y Primado de España, cardenal Marcelo González. Es el 9 de diciembre de 1975. Don Marcelo lo restituye al Carmelo de Ronda 42 días más tarde. Y allí sigue.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_