Andrea D’Odorico: un bien de primera necesidad
El verano pasado recibió uno de los premios importantes de su brillante trayectoria profesional, el Ceres a la mejor trayectoria empresarial
Cuando Andrea D’Odorico recibió hace pocos meses uno de los premios importantes de su brillante trayectoria profesional (el Ceres a la mejor trayectoria empresarial que vino a sumarse a la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, a varios premios Max, a un premio Goya y a tantos otros galardones) dijo ante las miles de personas que asistieron a la gala de entrega de este reconocimiento en el Teatro Romano de Mérida: “El teatro es un bien de primera necesidad, no nos arrebatéis la felicidad. Eso es lo que pido a los gobernantes de esta Nación. No nos arrebatéis la felicidad…”. Y lo debió de decir comido por los nervios y el pudor. Él, que no se subía a un escenario ni para saludar en la noche de sus exquisitos estrenos escénicos.
Y lo diría sin saber ni ser consciente de que él fue un bien de primera necesidad en la cultura europea contemporánea. No sólo por la excelencia de sus trabajos escenográficos realizados en las últimas cuatro décadas, que de haber hecho en un país menos convulso le hubieran situado en el Olimpo en el que encontramos nombres como los de sus admirados Adolphe Appia o Josef Svoboda. También por el sólido y fuerte compromiso que mantuvo con el tiempo que le tocó vivir y que permaneció inalterable durante décadas. Un compromiso inquebrantable con la belleza, con la cultura, con las ideas, con los amigos, con los amores… que supo defender hasta la extenuación aún a costa de emprender batallas en las que su integridad estética, moral y social estaban por encima de todo. Batallas dialécticas con las que vencía y convencía dada su sólida e indiscutible formación y su profunda capacidad de reflexión.
Guapo, atractivo y elegante en su años jóvenes, hasta decir basta, D’Odorico era un consumidor ávido de cualquier forma de cultura, sus pasiones transitaban por los mejores textos, no sólo teatrales, no sólo contemporáneos, de la literatura universal, aunque Pirandello y los clásicos españoles eran su debilidad. Por los grandes maestros pictóricos, por los mejores compositores, por la más suculenta gastronomía, en especial la italiana… Por los periódicos españoles y europeos que le mantenían informado de toda la actualidad, con la que tan a menudo se encendía y espoleaba, alzando su voz contra las tropelías del poder, proviniera éste de dónde fuera. Arquitecto sin culto al propio ego y sin servilismo ante ese poder, lo cual hoy significa casi decir único en su especie.
También su voz se alzó el verano pasado en Mérida para decir: “Espero que la gente joven tenga oportunidades; oportunidades para formarse, investigar y crear; y que las administraciones que levantan aeropuertos vacíos, autopistas sin uso y proyectos de casinos milagrosos dejen de llorar eternamente sus penurias económicas, negando a la cultura lo que siempre debió corresponderle. Cultura y teatro no son un “consumo de lujo” como algunos han querido plantear. Sin Cultura y sin Teatro un país es un país muerto: No hay pensamiento, no hay desarrollo del ser humano y de las futuras generaciones. Tampoco hay felicidad. “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación”. Lo decía la Constitución de 1812, lo decían los liberales, y lo dicen todos aquellos que luchan por no permitir que unos pocos terminen para siempre con el “Estado del Bienestar”.
Y es que el Estado, los Estados, deberían obligarse a dar voz a los nuevos D’Odorico que pudieran surgir, porque el mundo con ellos es mucho mejor.
Andrea D'Odorico fue incinerado el pasado domingo en una ceremonia íntima en un pequeño cementerio rodeado de naranjos cercano a Sevilla.
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