Antígona y las mujeres libres
Libérrima fue la mítica heroína de Sófocles, no la duquesa de Alba
Vaya añito de necrológicas. Nos dejaron Botín y la duquesa de Alba, quienes, a juzgar por la desmesurada cobertura mediática de sus despedidas, podrían ser considerados los dos personajes de la vida española más importantes desde que don Alonso Quijano, después de abominar de los libros de caballerías (las novelas negras de entonces), que tanto le habían trastornado, “dio su espíritu, quiero decir que se murió”. De entre las docenas de páginas que han dedicado a doña Cayetana los principales diarios españoles (y los cientos de minutos de los medios audiovisuales), reparo en la casi unanimidad con que ha sido alabada su pretendida condición de “mujer libre”. Y es que no hay nada como un buen patrimonio (exento en gran parte de impuestos) para serlo cabalmente: por eso, por ejemplo, la pobre Rosa Luxemburgo sólo lo fue de intenciones y, por serlo, la apiolaron (adivinen quiénes). Total, que en Sevilla estaban casi todos dándole el último adiós a la “hija predilecta de Andalucía”, mientras rendían reconocimiento y pleitesía a su desparpajo, munificencia y “señorío”. Pasaron lista voluntaria, no sólo el pueblo llano, sino también el montañoso y el girondino, incluyendo por mirar a lo que antes llamábamos izquierda a la presidenta de la Junta y algún antiguo jacobino intelectualmente renqueante y recién jubilado.
Me he pasado la vida asistiendo a la jodida lucha de las mujeres para conseguir su aún incompleta libertad, para que ahora vengan algunos a poner como modelo a una opulenta sangreazul que hizo del populismo gestual y el baile de sevillanas su principal estrategia de seducción. La verdad es que para mujeres libres con las espaldas bien cubiertas prefiero a la promiscua Paulina Bonaparte, cuya belleza esculpió Canova y de la que Alejo Carpentier cuenta en la estupenda El reino de este mundo (Alianza, Akal) que tomaba desnuda la brisa del océano en la cubierta del buque que le llevaba a Haití, sin importarle un ardite (al contrario) el feroz deseo que suscitaba en la rijosa y pobretona marinería. Libérrima, a su modo atormentado y fatal, fue también Antígona, cuyo legado ha fecundado durante dos milenios y medio la cultura de Occidente, como demostraba George Steiner en su ensayo Antígonas (Gedisa), un libro que merece la pena (re)leer. La heroína desgarrada por el combate entre su conciencia y el deber ciudadano, entre el orden viejo y el nuevo, regresa de la mano de La Oficina, la editorial que hace un par de años publicó un memorable Edipo que incluía, además de las piezas de Sófocles y Hölderlin, un deuvedé de la película de Pasolini (1967).
La Antígona que se publica ahora es la versión que de la de Sófocles realizó Hölderlin a principios del XIX, dotando al mito de una resonancia que subraya su adaptabilidad a tiempos y circunstancias muy diferentes, lo que confirma aquella “eterna e irresponsable frescura” que, según Ezra Pound, caracteriza a los clásicos. El volumen incluye el texto bilingüe (traducción, estudio preliminar y notas de Helena Cortés Gabaudan), un prólogo de Arturo Leyte y un deuvedé de la película Antigone (1991), de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, basada en el texto de Hölderlin adaptado por Bertolt Brecht en 1948 y subtitulado en castellano. La película, como casi todas las del matrimonio Straub/Huillet, combina la concepción dramática brechtiana con la austeridad cinematográfica de maestros como Carl Theodor Dreyer: cámara inmóvil, sonido directo, actores desconocidos ataviados a la usanza griega, escenario natural y fidelidad al espíritu del texto. El set de Antígonase vende a 22 euros, lo que no es excesivo, aunque, como decía Sófocles por boca de Creonte (Hölderlin lo suaviza), “ninguna institución ha existido peor para los hombres que el dinero”.
Bicicleta
Si de facilitar la libertad de las mujeres se trata, nada como la bicicleta. Sobre todo a finales del siglo pasado, cuando las damas deportistas de clase media comenzaron a incorporarse masivamente a la práctica del ciclismo. La democratización de la bicicleta —un invento que a esas alturas había alcanzado su madurez técnica— proporcionó a las mujeres dos ventajas fundamentales: trasladarse lejos por sí mismas sin la “ayuda” de tutores o maridos (a los que dejaban atrás no sin algún suspiro de alivio), y liberar sus farragosos vestidos victorianos en aras de la comodidad y la facilidad de movimientos.
Impedimenta acaba de publicar Damas en bicicleta, un manual de instrucciones “escrito por la señorita F. J. Erskine” y publicado en Gran Bretaña en 1897, el mismo año, por cierto, en que se fundó la combativa National Union of Women’s Suffrage Societies, cuya primera presidenta fue Millicent Fawcett. El vademécum, que ofrece numerosos consejos acerca de indumentaria y comportamiento, está repleto de útiles trucos para conducir por el campo y, lo que es más audaz, por la ciudad, donde las damas tenían que soportar “las vulgares groserías que no pocas veces se le dedican por parte de los viandantes”. Un libro divertido y (todavía) instructivo para obsequiar a forofas del ciclismo y de la libertad.
Afroamericana
La Biblioteca Afroamericana de Madrid (BAAM), fundada por Mireia Sentís, cambia de socios y se refugia bajo el paraguas de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, lo que indica que las aguas del Mare Nostrum se mezclan con las del Atlántico en meridianos muy alejados del estrecho de Gibraltar. Dos libros importantes inauguran la nueva serie. Cuando Harlem estaba de moda, del Pulitzer David Levering Lewis (traducción de Javier Lucini), es el ensayo de referencia acerca del Harlem Renaissance, ese momento de esplendor de la cultura afroamericana que se extendió aproximadamente desde 1918 hasta mediados de los años treinta, cuando en Europa volvían a escucharse tambores de guerra. El jazz, las vanguardias, el activismo y las reivindicaciones raciales e identitarias se mezclaron en una agitación sin precedentes del afroamericanismo que permeabilizó la cultura estadounidense del periodo.
Uno de los ejemplos literarios más tempranos y poco valorados en su tiempo fue la inclasificable novela Caña, de Jean Toomer (1923; traducción y excelente epílogo de Maribel Cruzado), también publicada por la BAAM. La novela se estructura en un conjunto de escenas, viñetas, poemas, canciones y diálogos aparentemente poco relacionados entre sí que, sin embargo, consiguen crear una imagen muy vívida del transcurrir de la vida de sus personajes, negros pertenecientes a diferentes clases sociales y que viven tanto en la ciudad como en el campo, al norte y al sur de Estados Unidos. Caña, publicada en plena eclosión de las vanguardias norteamericanas, permaneció semiolvidada durante un tiempo, quizá debido a su carácter experimental; fue “redescubierta” en los años sesenta y, tras convertirse en objeto de estudio de especialistas en la cultura estadounidense, ha influido poderosamente en la literatura afroamericana posterior. Felicidades a la BAAM por seguir adelante con un proyecto tan necesario como arriesgado.
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