Arte hípster en las entrañas del DF
Un colectivo de jóvenes arquitectos impulsa un proyecto cultural en una de las zonas más conflictivas del Distrito Federal
Todo empezó por una mezcla de factores dispares: un grupo de estudiantes de arquitectura con muchos sueños, un viaje a dedo de Los Ángeles a Chicago, la llegada de la influenza a México y una madre que lleva a su niño a comprar al mercado más grande del país. Eso, y que la ruta más rápida para regresar del aeropuerto obligue a cruzar uno de los barrios más conflictivos de la capital azteca: La Merced. Jesús López, de 31 años, empezaría a comprender la relación de todo ello más tarde. En 2010 fundó con su grupo de amigos ATEA (Arte Taller Estudio Arquitectura) en una antigua bodega de cubrebocas. Hoy, esos jóvenes han convertido el edificio industrial en un referente cultural capitalino alejado de los circuitos convencionales del arte.
El barrio de La Merced no es un lugar que invite a pasear. Allí un foráneo se acerca básicamente por dos motivos: para comprar o para vender. Hasta los años ochenta el mercado que da nombre al barrio era el más grande e importante de todo el país y su tradición comercial se mantiene en los más de 6.500 establecimientos informales. Quien no conoce la zona está destinado a perderse. Las aceras han desaparecido para convertirse en el solar de miles de pequeños puestos que venden cualquier cosa, desde artesanía hasta electrodomésticos.
El barrio de La Merced no es un lugar que invite a pasear. Allí un foráneo se acerca por dos motivos: para comprar o para vender
Al dejar atrás los toldos naranjas de los puestos del mercado, se pueden observar los edificios viejos y grises, abandonados después de que el terremoto del año 1985 se cebara especialmente con el oriente del centro de la ciudad. Y más comercios. El único establecimiento dedicado a la cultura es un cine escondido en la avenida Fray Servando. Pero solo proyectan porno y está prohibida la entrada a mujeres porque se han dado casos de trata de blancas.
Unos grafitis decoran los muros del aparcamiento de ATEA. Junto a ellos hay una decena de camiones que descargan fruta y verduras para vender en el mercado que está a pocas manzanas. Las escaleras de acceso a la galería no dan ninguna pista de lo que se encuentra en el piso superior. "Desde la universidad teníamos claro que queríamos hacer algo diferente, no habíamos concebido ATEA, pero ya estaba gestándose en nosotros", cuenta Jesús López, a quien todos conocen como Chucho.
Viajó a Chicago al acabar la carrera de arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) —cuna de los movimientos sociales y políticos del país— y vivió en casa de unos amigos que hacía las veces de centro cultural. "Los chicos habían conseguido llevar el arte hacia una zona olvidada de la ciudad, pensé que eso era lo que quería que ocurriera en la mía", explica Chucho.
ATEA tiene unos 240 metros cuadrados y dos pisos de altura. En la primera planta se encuentra la galería de arte y otra sala que utilizan como taller de serigrafía, para hacer bicicletas y ropa con materiales reciclados. En la azotea hacen conciertos y también reuniones y charlas junto a un pequeño invernadero en el que ya empiezan a advertirse los primeros brotes de lechuga. Víctor Acoltzi, de 30 años, recuerda cómo fueron los primeros pasos de lo que llamaban la bodega: "Como todos teníamos nuestro empleo [que siguen manteniendo], debíamos dedicar nuestro tiempo libre a impulsar el proyecto. Dormimos muchas noches aquí y aprendimos rápido a movernos por círculos ajenos a nuestra profesión".
Recuerdan con especial cariño la primera exposición. Se trataba de una bicicleta de última generación a la que el artista le había adherido una canasta de tacos, elevando a la categoría de arte algo que está en el imaginario colectivo de los mexicanos. "Fue maravilloso, la gente que acudió a la inauguración podía servirse comida mientras contemplaba la obra", apunta Acoltzi.
El grupo de amigos de la universidad, que en sus primeros concursos se presentaba ya con el nombre Somosmexas, ha crecido en número y se ha formado como un colectivo. Aunque conservan todos su empleo, no han dejado de trabajar juntos. Observaron que en una plaza de La Merced la gente buscaba las orillas para sentarse a comer, porque no tenía dónde hacerlo. "Fuimos allí con el material y construimos un comedor público", recuerda emocionado Chucho. Hace unos años, el Gobierno del Distrito Federal comenzó su Plan de Rescate Integral del La Merced,en el que no quisieron participar: "No tenía nada que ver con nuestra manera de hacer las cosas", se lamenta López.
Nuestra intención nunca fue evangelizar a los vecinos Jesús López, uno de los fundadores de ATEA
El barrio —que tiene un valor sentimental especial para Chucho desde que su madre lo llevaba a comprar al mercado cuando era niño— entra de vez en cuando en la bodega. Así, los desperdicios de los puestos de comida se aprovechan en el huerto de la terraza. Y sus habitantes, quienes todavía se extrañan un poco cuando pasan por la puerta, acuden cuando hay conciertos o talleres como el de carpintería. "Nuestra intención nunca fue evangelizar a los vecinos", apunta López. Pero si ATEA ha influido algo en La Merced es por conseguir que quienes no se habían asomado nunca detrás del centro histórico de la ciudad, encuentren un motivo más que comprar o vender.
Todos se mueven en bicicleta. Pero no en cualquiera, sino en unas que ellos mismos fabrican minuciosamente: desde soldar las tuberías de los cuadros, hasta el acabado del color más hípster. Algunos de ellos, como si se tratara de un signo distintivo de la tribu, llevan remangado el bajo del pantalón hasta la mitad del gemelo derecho. "Me gustaría poder decir que hemos influido en el barrio, que lo hemos mejorado. Pero lo cierto es que él nos ha mejorado a nosotros", sentencia Chucho.
Babelia
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