La cultur bonus
Puesto que tanta corrupción apesta, la fragancia se halla en la honestidad. Puesto que tanta depresión achica los sueldos, la opción reactiva se encuentra en la magnanimidad. Nunca un movimiento basado en la honradez gozó de mayores oportunidades para el éxito como también ninguna empresa halló mayor audiencia sino en la oferta de los descuentos, los saldos y la aparente generosidad... Nunca antes una cultura del amor y la compasión se vio beneficiada con tan excepcional ocasión para la innovación y felicidad del marketing.
El Mal se halla, en suma, altamente desacreditado. O más que eso: prácticamente la totalidad de las instituciones (políticas, económicas, judiciales, culturales) que sostenían el rigor social han brindado sobradas pruebas de ruina. En consecuencia, no hay sociedad imaginable que no haya arrasado con estos vestigios constructivos y se inspire, como ya claman los premios Pritzker, por formas claras del mejor bienestar humano, efectivo y funcional.
Tanto en la economía tradicional como en el Internet de las cosas lo capital (el capital) es la honradez y su correspondiente bonus. Ni el Alibaba chino (compañía virtual de comercio) vendería en un día lo que El Corte Inglés en todo un año sin una bondadosa fe en el bonus que presta a la clientela.
La sociedad sigue amando apasionadamente el consumo. La sociedad es ya inherentemente consumista, pero distingue entre la avaricia de la oferta y el producto que busca llegar a su empobrecida clientela. Solamente el nacionalismo publicitario queda como el más rancio vestigio de la estafa cultural. En el resto de las ofertas, lo decisivo es la calidad del artículo y sus significativos descuentos. Unos descuentos populares (o populistas) que hoy, en general, se corresponden con un gesto de un nuevo capitalismo colaborador. ¿O qué otra cosa que darnos tres envases por el precio de dos no es un remedo del “cien por uno” que prometió Dios cuando aún era inocente?
Las empresas más o menos sobrevivientes al naufragio económico han rebozado sus artículos con el aura de las love marks (Apple, Zara, Mercadona, El Corte Inglés), cuyas enseñas han sido como oportunas entregas de amistad familiar. Nos gustan pero, además, parece que les gustamos. Nos atraen pero además, nos desean. Bajan sus precios, innovan, nos brindan regalos o rebajas más allá de lo que seríamos capaces de imaginar.
No hablo tanto de manifestaciones culturales como la literatura, la pintura o la música porque cualquiera de ellas forma parte del mismo sistema real. Novelas de fácil consumo, música de fácil liquidación. Los best-sellers son pulsiones de un laxo sentir y la pintura de altísimas cotizaciones un fantasmagórico pastel.
Cualquier manifestación no persiste sin incluir la economía “co”. La economía de la co-laboración, el bonus de la economía solidaria, compartiendo los coches, los apartamentos, los créditos, los tiempos, las profesiones o los paisajes. No hay conocimiento productivo sin el bonus colaborador de las diferentes disciplinas hermanadas en la transciencia que manda sobre el saber de hoy.
La soledad, la privacidad, la hiperespecialidad pertenecen a las neurosis típicas del siglo XIX. La obsesión por presentar asignaturas estancas y la regla de los precios fijos ha sido reemplazada por la física, la cocina o el matrimonio de fusión, siendo la fusión el alma de nuestra cultura, su empatía tutti fruti y su impulso hacia una copulación promiscua que hace, por contraste, tan infértil cualquier ideal sin el bonus de la propina y la colaboración.
Babelia
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