Niki de Saint Phalle, a tiro limpio
El Grand Palais de París inaugura una retrospectiva de la artista francesa
Sus muñecas gigantes, coloristas y dibujadas con trazo infantil originaron, desde el principio, un profundo malentendido. Durante décadas, Niki de Saint Phalle fue una artista popular, pero no necesariamente respetada, a la que se atribuyó una obra naíf, anecdótica y poco influyente. Esa lectura ornamental de su obra, alimentada por la afición de la artista a convertir su trabajo en carne de merchandising, terminó eclipsando su verdadera intención. En realidad, Saint Phalle fue una artista plenamente política y guiada por un feminismo avanzado a su tiempo, como demuestra la gran retrospectiva de la artista francesa inaugurada esta semana en el Grand Palais de París. Y el doodle que Google le dedica este 29 de octubre para conmemorar el 84 aniversario de su nacimiento.
Al observar de cerca las 200 obras reunidas para esta exposición, no cuesta entender que su arte desprende mucha más violencia que joie de vivre. Las suyas fueron, como apunta la historiadora del arte Catherine Francblin en el catálogo de la muestra, “historias sombrías envueltas en abrigos arco iris”. Nacida en 1930 en el seno de una familia aristocrática de banqueros, hija de francés y estadounidense, Catherine Marie-Agnès Fal de Saint Phalle fue educada en un convento católico e hizo todo lo que se esperaba de una señorita de buena familia: casarse joven y empezar a procrear lo antes posible. Hasta que un día descubrió los cuadros de Jackson Pollock y los libros de Simone de Beauvoir, y nada volvió a ser igual. Artista autodidacta, Saint Phalle fue pintora, escultora, grabadora, performer y cineasta, además de un personaje público y popular que, como un doble femenino de Warhol, supo utilizar los medios de comunicación para dar a conocer su arte.
La comisaria Camille Morineau tuvo una revelación hace cinco años, cuando el Centro Pompidou le encargó reorganizar su colección permanente cediendo toda una planta a las mujeres artistas. Al enfrentarse a la obra de Saint Phalle, descubrió un puñado de olvidados trabajos de los sesenta, como La mariée, gigantesca escultura que representa a una novia cadáver, realizada a partir de pequeñas calaveras y otros objetos mórbidos, que remiten a la pequeña muerte interior que se esconde bajo el velo blanco. “Me di cuenta de que su obra, percibida como naíf y decorativa, encerraba un trasfondo plenamente feminista”, explica. “Descubrí que toda su trayectoria podía ser releída a través de este ángulo. Entendí que los franceses no la conocemos bien, incluida yo misma, pese a ser especialista en el periodo”.
El mejor ejemplo son sus esculturas más conocidas, las llamadas Nanas (traducible por “chavalas”), monumentales diosas de cuerpos generosos y flotantes, que Saint Phalle concibió como un peculiar manifiesto por una sociedad mejor, en la que el patriarcado desaparecería en favor de otro orden más justo. Parecen figuras amables, pero fueron instrumentos políticos en toda regla. Saint Phalle las imaginó como armas de subversión, pensadas para ridiculizar a un hombre que se creía todopoderoso, pero que a su lado se convertía en diminuto. “Con ellas he querido aplastar al sexo masculino”, afirmó la artista en 1965. Ese mismo año, cuando un periodista francés acudió a entrevistarla a su atelier, saltaron las chispas:
– Su trabajo no tiene nada de femenino… – le espetó.
– Claro que sí. Es femenino porque soy mujer.
– Quiero decir que es muy agresivo…
– Veo que tengo delante a un antifeminista. ¿Preferiría usted que pintara ramos de flores?
El sentido del humor fue un buen aliado de la artista. Su lucha política fue lúcida e incisiva, pero también sonriente, protegida por una amabilidad de fachada que, visto lo visto, terminaría perjudicando la apreciación de su obra. Su feminismo también fue sui generis. “Quiero los privilegios del hombre sin perder los de la mujer. Y a la vez poder seguir poniéndome bonitos sombreros”, resumió la artista y ex modelo, que ocupó la portada de Vogue y Harper’s Bazaar durante su juventud.
En realidad, Saint Phalle fue una artista plenamente política y guiada por un feminismo avanzado a su tiempo
Su relación con los hombres fue complicada. Casada con el escritor Harry Matthews (vinculado al grupo experimental Oulipo) y luego al artista Jean Tinguely, Saint Phalle escondió la herida invisible provocada por la violación de su padre, que no reveló hasta el final de su vida. “Pintar calmaba el caos que agitaba mi alma. Era una manera de domesticar esos dragones”, dejó dicho. Falleció en 2002 a causa de una enfermedad crónica pulmonar, derivada de la inhalación de sustancias tóxicas. En los sesenta, Saint Phalle cedió la custodia de sus hijos a Matthews para poder dedicarse plenamente al arte. Su otro frente de batalla fue contra la institución familiar, que cualificaba como “una arena en la que nos devoramos los unos a los otros”. En los setenta, creó una serie de pavorosas esculturas sobre ancianas deformes que toman el té y se maquillan ante un tocador rococó, antes de pasar a la mesa y comerse a sus propios hijos.
– Querida, espero que esa no sea yo – se escandalizó su madre.
– Oh, no, mamá, claro que no – le respondió. –Luego reflexioné. En el fondo, todas lo somos. Ella me devoró a mí y yo haré lo mismo con mis hijos.
Un día, para olvidar a un amante que la hacía sufrir, Saint Phalle se armó de una carabina y tuvo una idea ingeniosa. “Le robé una camisa, le puse una diana por cabeza y lo maté de manera ritual. Me curé rápidamente”, explicó. Inauguraba así una serie de lienzos pintados fusil en mano. Para crearlos, organizó happenings en los que disparaba contra bolsas de pintura recubiertas de yeso, que al explotar inundaban la tela de acrílico. “Lo tenía todo, en el plano psíquico, para convertirme en terrorista. En su lugar, utilicé el fusil para una buena causa: la del arte”, sentenció la artista.
La muestra recorre la totalidad de su producción, de los primeros assamblages construidos con objetos domésticos, hasta los jardines públicos que erigió en medio mundo durante el último tramo de su vida, muy influidos por el Parc Güell de Gaudí, ante el que dijo sentir “escalofríos y temblores”. Del Jardín del Tarot en la Toscana al Parque de la Reina Califia en San Diego, Saint Phalle pagó estos parques de su propio bolsillo con el dinero que sacaba de sus productos derivados. Fue otra manera de dejar una marca propia y de ocupar un espacio dominado por el hombre.
La exposición, que se podrá visitar hasta el 2 de febrero y luego pasará por el Guggenheim de Bilbao en febrero de 2015, se inaugura justo cuando los grandes museos se esfuerzan “en establecer la genealogía del arte feminista”, como apunta Morineau. Pero también en plena revalorización del llamado Nuevo Realismo, equivalente francés del pop art. Saint Phalle fue la única mujer en sus filas, junto a nombres como Yves Klein, Jacques Villeglé, Christo, César o Martial Raysse, que ha protagonizado una gran retrospectiva en el Centro Pompidou durante el verano que ahora termina. “Si el movimiento vuelve a interesar, es por su relación ambigua con la sociedad de consumo”, apunta la comisaria. “Como sucede con el pop art, siempre se ha creído que la celebraba. Ahora nos damos cuenta de que también transmitían un mensaje más crítico”.
Babelia
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