Ry Cooder, yendo a la contra
El músico, que ha publicado 'Soundtracks', suena más libre en el cine que en sus discos
Se sabe en el gremio periodístico: entrevistar a Ry Cooder es tarea… delicada. Te advierten que hay determinados asuntos —empezando por su añeja bronca con los Rolling Stones— que debes evitar. Lo respetas pero da lo mismo: siempre chocas con un señor cabreado por motivos políticos y/o profesionales. Que Estados Unidos se ha ido al carajo, que la industria de la música tiene lo que se merece…
Respecto a lo último, él no debería quejarse. Conoció los años de vacas gordas y, en la práctica, gozó del mecenazgo de Warner: allí edita discos desde 1970 (actualmente está en Nonesuch, el sello-de-prestigio de la multinacional). Su música siempre fue contracorriente: exploraciones en el blues o en el folk, incursiones en el tex-mex y la música hawaiana. Discos que vendían cantidades modestas pero de producción costosa, especialmente cuando inició la vertiente narrativa, con Chavez Ravine.
Ya, ya: dio el pelotazo en 1997 con Buena Vista Social Club, un proyecto inventado sobre la marcha, cuando la burocracia impidió juntar a músicos africanos con soneros cubanos (cuando finalmente se hizo, resultó que la idea tenía patas cortas). Pero, incluso antes, Cooder disfrutó de carta blanca para grabar lo que le apetecía, una libertad de la que no disponían compañeros de sello como, no es broma, Eric Clapton.
En realidad, funcionaba con el plan B. Desde 1980, Ry tuvo un trabajo bien pagado: compositor cinematográfico, con unas 18 bandas sonoras acreditadas. En el siglo XXI, lo ha abandonado. Le he escuchado diferentes explicaciones, desde “ya no me llama nadie” a “las películas actuales dan asco”.
Por lo tanto, una faceta a reivindicar. Aparece ahora una cajita, Soundtracks, que reúne siete scores. Barata: son ediciones miniaturizadas, que ocasionalmente requieren el uso de una lupa. Aquí está su trabajo más aclamado (e imitado): Paris, Texas.
Suele afirmar Cooder que las bandas sonoras son “el último refugio para la música abstracta”. Sin embargo, es posible visualizar su guitarra como el hilo que cose desgarrones. En la misma Paris, Texas, la improbable historia de amor entre un machacado Harry Dean Stanton y una esplendorosa Nastassja Kinski; a pesar de su confesión, incluida en el disco, imposible tragarse que Travis abandone a Jane —y al hijo de ambos— para perderse en el desierto. Pero ahí está Cooder, añadiendo lirismo con alambre espinoso. Su música y la fotografía de Roby Müller hacen creíble el drama existencial escrito por Sam Shepard (si el propio guionista se hubiera puesto enfrente de la cámara, otra cosa sería).
Cooder y Wim Wenders repitieron, pero su relación cinematográfica más prolongada fue con Walter Hill; aquí se recogen cuatro bandas sonoras (más Blue City, que Walter escribió pero no dirigió). Hill es el tipo de mercenario de Hollywood que Cooder debería detestar: vive de la franquicia de Alien, produciendo éxitos de taquilla como los Alien vs. Predator. Pero Ry detectó en él ese carácter obsesivo que los cahieristas celebraban en los directores a sueldo de los viejos estudios: aunque transcurran en el presente, sus películas siguen el modelo del western. Como el propio Cooder, Hill se deleitaba en subvertir las convenciones del género.
En el cine, Cooder suena más libre que en sus propios discos. Puede ser festivo, sin la pose de musicólogo (The Long Riders). Experimenta sin miedo (Trespass). Trata el blues como música viva (Cruce de caminos). Incorpora nuevos instrumentos a sus híbridos (el shakuhachi japonés en La bahía del miedo). Cuela esbozos inacabados (Johnny El Guapo).
Existía ya una antología de su obra cinematográfica, el doble CD Music by Ry Cooder, indispensable por rescatar temas inéditos de la bárbara Southern Comfort. Pero Soundtracks permite paladear a Ry Cooder en tragos largos: matizando, perfeccionando atmósferas, estableciendo la continuidad en cada película. Excepto cuando las canciones se integran en el argumento, su música se vaporiza en el ambiente. Escucharla sin imágenes permite maravillarse ante sus artes camaleónicas.
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