‘King size’
Aún recuerdo la primera vez que nos conocimos. Metí la tarjeta en la ranura de la puerta de la habitación y me topé con ella. Blanca, enigmática y con las medidas perfectas. En mis viajes de trabajo había visto muchas otras, pero ninguna como ella. Todas las demás parecían madamas abatidas, vencidas por el oficio, con las que te acuestas rutinariamente, simplemente porque se ha echado la noche encima y estás cansado, y necesitas reposar en compañía.
Esta era distinta. Merecía una ceremonia, un rito previo. Apagué las luces, salvo la de la entrada. Su anatomía, ancha y simple pero noble, quedó en la penumbra. Me quité la ropa con cierto pudor, mientras la contemplaba como un niño que descubre de pronto el otro lado de la desnudez y su rubor le traslada de golpe a la adolescencia, en un ingenuo bautismo sexual.
Al principio no me atreví a recorrer por entero su cuerpo. Me quedé en un extremo, inseguro, abrazando la almohada como si me parapetara en una trinchera. Alzaba sobre ella la cabeza con miedo, esperando divisarla por entero, pero el borde de su silueta me era esquivo en la sombra. Armado de valor, tenso aún, extendí un brazo, palpando su piel tersa con olor a limpio. Se encogió levemente bajo mi mano en la actitud equívoca del que rechaza la caricia, pero al mismo tiempo reta a su oponente a que siga insistiendo, a prolongar el juego de acercamientos y huidas. El resto de lo que pasó aquella noche pertenece a la historia de mi intimidad y estará siempre bajo un sello de secreto.
Desde entonces, me he encontrado algunas veces más con ella. Son encuentros esporádicos, clandestinos casi. Cuando viajo, me da vergüenza averiguar dónde se hospeda y, más aún, preguntar en la recepción si ella está arriba, en alguna habitación esperándome. Prefiero que me asalte la sorpresa. Abrir la puerta con el interrogante de si la volveré a encontrar, ofreciéndome su cuerpo siempre en silencio.
Alguna vez me pasa por la cabeza una idea atrevida: compartirla con otro amante. El amor se ancla casi siempre al egoísmo, un egoísmo propietario que acaba malogrando el disfrute del amante porque mientras un ojo la mira con delectación, el otro vigila que nadie se acerque para arrebatárnosla. ¿Por qué apropiarme de este cuerpo extenso y sublime como un altiplano? ¿Por qué no dejar que otra mirada se entusiasme contemplándola, que otras manos gocen de su superficie recia, pero flexible?
Las circunstancias o el determinismo acaban frustrando siempre esta fantasía del trío. Y eso que a veces me he encontrado con ella en habitaciones con vistas nocturnas sublimes y barra libre en el minibar a costa de la empresa que invitaban a ampliar nuestro gozo a un tercero. No será por espacio. Sus medidas exactas son 2x2 metros. No la confundan, por el amor de Dios, con la Queen size o con la cama de matrimonio.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.