La motosierra que acabó con la inocencia
El filme de Tobe Hooper cambió el horror en el cine con mínimo presupuesto y grandes sacrificios
Texas, 1973, verano. Sol de justicia. 37 grados centígrados. Una mujer se columpia frente a una casa siniestra. De pronto, deja de hacerlo. Baja del juguete, avanza lentamente hacia la entrada del caserón, abre la puerta. Dentro, oscuridad. Un rectángulo de rojo recortado a la izquierda sobre el que destaca una calavera. Aparece un gigante enmascarado. Gritos. Y la puerta se cierra. Es una de las escalofriantes secuencias de La matanza de Texas de Tobe Hooper, clásico del cine de horror que marcó un hito en 1974 y que cumple 40 años.
Lo hace con pesar. El pasado cinco de agosto decía adiós a los 65 años Marilyn Burns, la actriz que encarnó a la única superviviente de la película. Concedió a EL PAÍS una de sus últimas entrevistas, precisamente para hablar de ese rodaje infernal que arrancó el 15 de julio de 1973: “No había caravanas en las que esperar. Los actores podíamos elegir entre sentarnos sobre la hierba, el barro o sufrir el calor de la furgoneta en la que nos hacinábamos”.
Y es que La matanza de Texas fue el sueño opiáceo de un puñado de hippies. La obra maestra en crudo de amantes del cine que no llegaban a los 30. Pero su éxito, tanto histórico como económico, nació de un fracaso. El de su director, Tobe Hooper, el más antisistema del grupo. El director lo había intentado con el cine de autor. Eggshells (1969), “una fantasía del tiempo y del espacio”, fue su primer largometraje. En él encapsuló las drogas, el sexo, el color y la libertad de los sesenta. Y se estrelló en taquilla.
La receta para superar esta debacle, mezclarla con otra, la que sentía toda una generación respecto al país que los había llevado a la guerra: “Era el fin de la inocencia. Los jóvenes reaccionábamos con virulencia contra el concepto de familia, de América. Yo era un hippie más, con sus melenas y sus sandalias”, explicó Hooper este año en Madrid, ante el público rendido del festival de cine de terror Nocturna, que le concedió un premio de honor.
El salto mortal de Hooper y sus socios era algo para lo que el cine de horror llevaba tiempo tomando carrerilla. Los asesinatos cometidos por los esbirros de Charles Manson en el 10050 de Cielo Drive —que acabaron con la vida de Sharon Tate, la esposa embarazada de Roman Polanski— explotaron junto a una nueva manera de evocar el terror en la gran pantalla: La noche de los muertos vivientes (1968), La última casa a la izquierda (1972), El exorcista (1973). Y un año después, Leatherface y su disfuncional familia de caníbales viajaban como un reguero de pólvora por los cines de Estados Unidos.
La clave fue eliminar el elemento fantástico. Y no fue una idea de Hooper, que pretendía usar un villano de fábula: un trol debajo de un puente, sino de su guionista, Ari Henkel. “Yo no había visto ninguna película de terror y no me interesaban especialmente. Pensaba que si apuestas por lo sobrenatural, te cargas todas las motivaciones subyacentes”, cuenta el guionista en Sesión sangrienta (2011, T&B Editores) del crítico de The New York Times Jason Zinoman. No lo hicieron. Lo único que quedó de los cuentos de Hadas fue la médula de Hansel y Gretel: un grupo de personajes indefensos secuestrados en una casa para ser comidos. Y esa idea central se envolvió en los recuerdos de Hooper, recuerdos de la América profunda: “Esas cenas en familia pueden ser terribles. Cuando era pequeño vi cosas muy raras”, afirmaba el director en el mismo libro.
Texas, pues, sería el lugar. Un verano de 1973. Sin lujosas roulotte en las que descansar. Sin tiempo para pensar las cosas con calma. Jornadas de hasta 26 horas seguidas a 37 grados centígrados. Y una precariedad absoluta. Gunnar Hansen, el gigantote noruego que debía interpretar a Leatherface, no se pudo lavar la ropa durante todo el rodaje. Su hedor era tal que el resto del equipo se apartaba de él. Marilyn Burns lo tenía grabado a fuego: “Lo podías oler acercarse y alejarse. Gunnar es un querido amigo, pero de entonces solo recuerdo a Leatherface”.
Hay claves cinematográficas que descifran por qué La matanza de Texas es una película de horror diferente. Muchas se le deben a Daniel Pearl, la mano derecha de Tobe Hooper en el plató, un director de fotografía que tenía solo 22 años pero que contaba con una visión privilegiada. Junto con el director, Pearl caminó en dirección contraria al look habitual del horror en esa época. El aspecto descuidado, casi de cinema verité, de filmes como La última casa a la izquierda o La noche de los muertos vivientes encuentra en La matanza de Texas su opuesto. Cine de encuadre y de travelling, de movimientos de cámara e iluminación muy pensadas. Un botón: El espectacular baile final del asesino Leatherface, envuelto en la luz anaranjada del amanecer. Una escena que por poco le sale cara a Pearl: “Fue como un baile entre los dos. Perdí la noción de todo. Cuando terminé, el equipo estaba pálido. La sierra me había pasado a centímetros de la cara varias veces. Ni me di cuenta”.
La otra clave es lo que no sale en la pantalla. Las elipsis de violencia: “Ahora, es si cabe más importante. Los cineastas de entonces teníamos muchas limitaciones técnicas. Los de ahora solo tienen el techo de su imaginación. Por eso tienen que aprender la lección más importante: a veces es mucho más potente sugerir que mostrar”, explica Pearl. La matanza de Texas lleva esta máxima al extremo. Apenas hay una gota de sangre en toda la película. Toda la violencia se evapora entre corte y corte de plano. Por ejemplo cuando Leatherface carga con una de sus víctimas para empalarla en un gancho. La carne perforada jamás se llega a ver.
La matanza de Texas tuvo un efecto extraño en sus artífices. Arrasó en la taquilla, pero sus creadores no vieron un duro hasta décadas después, porque la distribuidora Bryanston Distributing —la misma de Garganta profunda, liderada por el gánster Louis Butchie Peraino— se negó a pagar. Además, todo su equipo, con las excepciones de Tobe Hooper y Daniel Pearl, no tuvieron continuidad en su carrera. Gunnar Hansen y Marilyn Burns, bella y bestia de esta historia, fueron olvidados por tres décadas. Curiosamente, la actriz no guardaba el menor recelo: “Pues sí, ninguno de los actores vimos cumplido nuestro contrato. Pero han pasado 40 años y a la gente le sigue interesando la película. Me parece regalo suficiente”.
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